El presidente Rodríguez miraba con sus ojos acuosos la tapa de la caja del inmenso puzzle de 15.000 piezas. “La gobernación del Estado”, se podía leer en la tapa, cuya imagen mostraba un espléndido mapa de España. Sobre la gran mesa de operaciones del búnker de La Moncloa, los miles de piezas desparramadas sin orden ni concierto parecían esperar que alguien las devolviese a su lugar.
La vicepresidenta se agitaba inquieta a su lado. “Presidente, ¿crees que era realmente necesario desmontar el cuadro?”. “Que sí, María Teresa, que lo volveré a componer de una manera mucho más justa, solidaria e inteligente. Además, Pasqual y Josep Lluis me dijeron que lo veían clarísimo, lo que pasa es que ahora no sé bien por dónde empezar. Pero ya saldremos adelante, verás. Todo es cuestión de empezar por el marco, y luego...”. “Sí, presidente, pero es que las cámaras de seguridad muestran que Josep Lluis y Pasqual, al ayudarte a desmontarlo, se metieron algunas piezas en el bolsillo, y así será muy difícil que...”. Los labios permanentemente humedecidos del presidente se crisparon y bajo sus arqueadas cejas se dibujó una mirada dura: “María Teresa, que te digo que sí, que lo conseguiré...”. Un estruendo procedente de la superficie interrumpió al presidente. “¿Qué ha sido eso?”
Rubalcaba entró corriendo con el semblante inquieto. “Presidente, es una manifestación de dos millones de...”. “Querrás decir doscientas mil personas”, terció la vicepresidenta mirando con ojos flamígeros al recién llegado, y señalando con discretos movimientos de cabeza al presidente. “Eh... sí, eso, doscientas mil personas que se manifiestan...”. “¿Son los fascistas, Alfredo, son los fascistas que vienen a acabar con la democracia, a lincharnos?”. “Bueno, no sé presidente, tal vez sí, aunque los observadores dicen que hay miles de niños, ancianos, y hasta monjas”.
“Resistiremos. Con talante, con diálogo, con solidaridad, con honestidad, sobre todo con honestidad y transparencia...”. “Esto..., presidente, está ahí fuera Montilla, que dice que tiene que contarte algo”, musitó Rubalcaba mirando al suelo. Montilla irrumpió en la sala crispado, farfullando algo sobre unos intereses y una prescripción, para acabar vociferando “... Pedro J. es un fascista al servicio de la derecha extrema!!!”.
“Pepe, no te preocupes, les haremos frente. Alfredo, ocúpate de que desde La Vanguardia...”. “Presidente, es que La Vanguardia publica hoy un artículo subversivo sobre la iglesia y la educación...”. “¿También ellos? Pues El País, y Gabilondo,...”. “Gabilondo está rodeado en el frente norte, no levanta cabeza. Y El País está publicando colaboraciones muy sospechosas”. “¿Los fascistas han tomado El País?”. “No, Presidente, qué va... es Alfonso Guerra, que hoy ha dejado el estatuto catalán hecho unos zorros. Y además pide que no se empuje al PP hacia el exterior, sino que se le atraiga al pacto”. “Guerra... Guerra buscando un pacto por su cuenta, a mis espaldas..”. La luz del búnker perdió intensidad durante unos segundos, y todos los presentes se miraron inquietos.
“¿Y eso, qué ha sido eso?”. López Garrido entró descompuesto: “ha sido una carta demoledora de Rosa Díez. Y dicen en superficie que otra marcha de un millón y medio...” “¡¡¡Diego!!!”, bramó la vicepresidenta. “...quiero decir... de 150.000 personas avanza hacia nosotros clamando por la memoria de las víctimas del terrorismo”. “Hay que evitar que se una con la que avanza en defensa de la familia tradicional, o quedaremos aislados”. “¡¡¡De ésa me ocupo yo, presidente!!!” clamó Zerolo vestido de lagarterana en el momento de aparecer en la sala de mando. “Zerolo, que te pierdes...” susurró en tono burlón Rubalcaba.
“¿Y dónde está Solbes?”. “Presidente, se le ha visto haciendo maletas”. “Pero... ahora que lo de la OPA funciona, ¿por qué?”. “Bueno, presidente... funcionaba. Los aliados han capturado el avión en el que viajaba en secreto el presidente de la comisión europea”. “Traidores, estamos infiltrados por multitud de traidores”.
“Que venga Bono”. En pocos segundos, un ordenanza trajo un aparato de teléfono que el presidente tomó raudo: “Pepe, ¿por qué no estás aquí en el búnker con el gabinete de crisis?”. Todos oyeron la voz engolada del ministro de defensa: “Ej que, veráj presidente, tenía que presentar un libro en Ejtepona y... Pero en ejpíritu ejtoy con vosotros, presidente. Huy, parece que se corta... grrjjjjjjjj”.
Rodríguez colgó y se puso a pasear arriba y abajo por la estancia, con las manos a la espalda, murmurando “¿qué haría él en este caso, qué hubiera hecho él...?”. Los demás se miraron desconcertados, hasta que la vicepresidenta se atrevió a preguntar: “¿en quién piensas, presidente, en Pablo Iglesias, en Azaña, en González,...?”. “No. En mi abuelo”.
Rubalcaba y la vicepresidenta se miraron con semblante desesperado. Alfredo se llevó la mano al auricular apenas perceptible en su oído derecho, a través del cual Polanco le transmitía instrucciones y en este momento bramaba “¡¡¡cargáoslo, cargaos a este tío, que nos hunde por los restos!!!”. “Esto, presidente, que dice Don Jesús que...”.
“No. Tranquilos, ya lo tengo”. Los legendarios ojos azules del presidente brillaban de nuevo bajo sus arqueadas cejas y aquella sonrisa, que algunos veían bobalicona y otros irresistible, volvía a lucir: “Franco. Franco es la solución. Trigésimo aniversario, es el momento de llenar las televisiones de banderas franquistas, brazos en alto y camisas azules. Y luego, como contraste, yo: talante, diálogo, solidaridaz, paz. Manos a la obra, compañeros”.
Y los presentes se alejaron por el pasillo murmurando rítmicamente “¡Franco, Franco, Franco...!”. Todos menos Montilla que, cogido del brazo de Rubalcaba, preguntaba: “oye, Alfredo, y este Franco, ¿era de los nuestros?... es que he oído mucho a Manuela hablar de él, pero ...”, mientras miraba embelesado media docena de piezas del puzzle que había afanado al salir de la sala.
Germont