Esta vez habían planeado hacer estallar diez aviones de pasajeros en pleno vuelo sobre el Atlántico. Bien, siempre habrá quien diga que no son más que fabulaciones de Bush, Blair y los malvados judíos para así justificar sus campañas sanguinarias. Y quien se consuele pensando que, menos mal, esto no va con nosotros los españoles, porque ya en su momento escogimos obedecer al terror (curioso: lo estamos haciendo de nuevo, ahora en clave interna) y nos apartamos heroicamente de la primera línea de fuego.
Más allá de esas dos “escuelas de pensamiento”, tan estrechamente ligadas en su lucha común, pienso que la gente de bien, sea lo que sea eso, ha de darse cuenta de que estamos en una guerra despiadada y sin límites, en la que la situación se dirime en términos de ellos o nosotros. Que a este enemigo se le combate en Afganistán, en Irak y en Líbano, y en Nueva York y en Bali, y en Egipto y en Londres, que todo forma parte de la misma guerra y que, una vez en guerra contra un enemigo fanático, no cabe sino ganar o perder. Y si se está dispuesto a ganar hay que estarlo también a golpear con toda la fuerza. Una fuerza que nos viene dada, por supuesto, por la potencia militar y la capacidad destructiva, pero también y principalmente por la razón, la razón objetiva y absoluta.
Nuestro mundo no es perfecto; nuestro sistema occidental tiene muchos fallos y multitud de desajustes que generan injusticias y desigualdades. Pero la injusticia y la desigualdad no están instaurados como partes del sistema, sino que son desviaciones del mismo que a todos los que participamos nos repugnan, las combatimos y, en medidas y plazos que sean posibles, las erradicamos. No pueden decir ellos lo mismo. Pocas veces en la vida nos será dado distinguir con tanta claridad dónde está “el bien”, con todo el relativismo que se quiera, y tan perfectible como se pretenda, y dónde “el mal”, entendido como el oscurantismo, el despotismo, la crueldad, la opresión, el fanatismo y la violencia.
En la guerra no caben tibiezas, si se quiere ganar. El problema estriba en saber hasta qué punto nuestro bando es consciente de qué es lo que defiende y hasta qué punto está dispuesto a luchar para ello. Por supuesto que hay que regar con fondos las zonas más deprimidas del planeta, para evitar el hambre y la enfermedad pero también para impedir que éstas sean aprovechadas por gobernantes sin escrúpulos que hallan en ellas su mejor caldo de cultivo. Por descontado que hay que invertir en educación, pero sobre todo para arrancar de las manos de los fanáticos las herramientas de la enseñanza: en ningún caso para dotarles de más medios para inculcar el odio a la libertad. Claro que hay que reconocer a esas naciones los derechos internacionales, pero al precio de exigirles el respeto escrupuloso de los derechos humanos. Sí, lo sé: nosotros tampoco los cumplimos al 100 %. De acuerdo, cuando hayan llegado a nuestro nivel hablamos de ello. El tema, como decía, sigue siendo determinar cuál es el sistema que queremos defender, y ahí está nuestro enorme y vulnerable talón de Aquiles. ¿Qué defendemos: la democracia, el capitalismo, la libertad,...? Si fuésemos capaces de simplificar hasta señalar cuatro principios básicos irrenunciables de ese espacio que venimos denominando, desde un punto de vista no geográfico, como Occidente... Principios defendidos por naciones tan poco “occidentales” como Israel, o Japón, o Australia, y en cambio no asumidos por países tan geográficamente próximos como Cuba. No ha de ser tan complicado: son simplemente aquellos principios que quisiéramos para los demás porque consideramos buenos para nosotros.
En la guerra no caben tibiezas, si se quiere ganar. El problema estriba en saber hasta qué punto nuestro bando es consciente de qué es lo que defiende y hasta qué punto está dispuesto a luchar para ello. Por supuesto que hay que regar con fondos las zonas más deprimidas del planeta, para evitar el hambre y la enfermedad pero también para impedir que éstas sean aprovechadas por gobernantes sin escrúpulos que hallan en ellas su mejor caldo de cultivo. Por descontado que hay que invertir en educación, pero sobre todo para arrancar de las manos de los fanáticos las herramientas de la enseñanza: en ningún caso para dotarles de más medios para inculcar el odio a la libertad. Claro que hay que reconocer a esas naciones los derechos internacionales, pero al precio de exigirles el respeto escrupuloso de los derechos humanos. Sí, lo sé: nosotros tampoco los cumplimos al 100 %. De acuerdo, cuando hayan llegado a nuestro nivel hablamos de ello.
El tema, como decía, sigue siendo determinar cuál es el sistema que queremos defender, y ahí está nuestro enorme y vulnerable talón de Aquiles. ¿Qué defendemos: la democracia, el capitalismo, la libertad,...? Si fuésemos capaces de simplificar hasta señalar cuatro principios básicos irrenunciables de ese espacio que venimos denominando, desde un punto de vista no geográfico, como Occidente... Principios defendidos por naciones tan poco “occidentales” como Israel, o Japón, o Australia, y en cambio no asumidos por países tan geográficamente próximos como Cuba. No ha de ser tan complicado: son simplemente aquellos principios que quisiéramos para los demás porque consideramos buenos para nosotros.
Alguien sugirió, creo que a raíz de la foto de las Azores, que la ONU actual no tendría utilidad si no era capaz de enfrentarse a un desafío como el iraquí, y que tal vez sería bueno ir pensando en algo diferente, un círculo de acceso restringido para aquellos países que cumplan unos mínimos requisitos. Probablemente sea cierto: la ONU entendida como un foro de diálogo universal que une a personas que no respetan ni los mínimos principios de la libertad con democracias avanzadas no tiene demasiada lógica. Una Organización de Democracias Unidas (ODU) tendría bastante más sentido, si además contase con el potencial económico y militar de que suelen disponer los países “occidentales”. Pero para eso nuestros conciudadanos deberían tener claro qué sistema quieren defender, y a qué precio.
Germont