¡Qué vergüenza! - por Gabriel Albiac y el "reyggeaton" del "Por qué no te callas"
Vía Anghara
¡Qué vergüenza!
Gabriel Albiac
La Razón (12/11/2007)
Pálido, desencajado, farfullando palabras tartamudas, repitiendo humildemente, «por supuesto, por supuesto», el Presidente español no se puso, sin embargo, de rodillas ante el dictador venezolano. No era fácil hacerlo con un pupitre delante. Su humillación, salvo ese último acto litúrgico no consumado, fue perfecta. Y la de todos nosotros. Jamás -lo digo tras minucioso recuento de memoria- he visto a un político humillarse así. Ni llevar su pusilanimidad tan lejos.
Pusilanimidad no se opone a heroísmo. Mucho más humildemente, llamamos pusilánime a aquel que renuncia a defender la elemental decencia sin la cual un hombre es bastante menos que una piltrafa. «La pusilanimidad» -definía el inapelable Baruch de Spinoza en el siglo XVII- «se predica de aquel cuyo deseo es reprimido por el temor a un peligro que sus iguales se atreven a afrontar». No, al peligro sobrehumano que exige la apuesta absoluta del héroe. A uno sólo de los tantos peligros que forman parte de la anécdota y el esfuerzo que definen la vida de los hombres. Dando un puñetazo sobre la mesa y llamando a Chávez por su nombre, que no es otro que el de dictador, Rodríguez Zapatero no hubiera tenido que confrontarse a un riesgo físico insoportable. No creo que ni siquiera hubiera entrado Chávez en la sala con un pistolón de los suyos en el bolsillo. Para asesinar a quienes les son antipáticos, los valleinclanescos tiranos banderas han preferido siempre la sombra y el silencio. El terror y la palidez cadavérica del Presidente español, sus tartamudeos, sus «por supuesto, por supuesto» temblorosos, no respondían a la inminencia de una bala en el occipucio. Aunque lo pareciesen.
A nadie le es reprochable su miedo. Si es el suyo, privado y solitario. Pero un político al borde del sollozo frente a un tirano, no es un pobre individuo más, anegado en la angustia de su nadería frente a quien sólo puede ya ver como un monstruo peligroso. La pusilanimidad de un ciudadano sólo a él le afecta; y a la difícil relación con la conciencia que define nuestra paradójica condición de bichos humanos. La pusilanimidad de quien representa a toda una nación -y, más aún, la representa, merced a la voluntaria delegación en las urnas- nos mancha a todos. Sin excepción. Nos hace a todos rehenes del bárbaro caudillo de turno. Votemos a quien votemos, y aun cuando, como es mi caso, no votemos. Y un gobernante que hunde así en el vilipendio de hacer esclava a su nación, por mediación de su propia cobardía, no puede, si le queda una sola neurona -no digo dignidad- en el cerebro, hacer otra cosa que replegarse a aquel lugar del cual nunca debió salir: el saloncito de estar de su familiar domicilio. Cuando el Jefe del Estado español salió, finalmente, de modo violento de la sala, y el Presidente de su Gobierno se quedó sentado con las orejas más gachas que un cachorrillo después de la azotaina, todos supimos a quién representaba el señor Zapatero: no a nosotros, que pagamos su sueldo; sí, al primer tiranuelo de opereta que sepa darle cuatro voces en el tono más adecuadamente destemplado.
Dios santo, ¡qué vergüenza!
Pusilanimidad no se opone a heroísmo. Mucho más humildemente, llamamos pusilánime a aquel que renuncia a defender la elemental decencia sin la cual un hombre es bastante menos que una piltrafa. «La pusilanimidad» -definía el inapelable Baruch de Spinoza en el siglo XVII- «se predica de aquel cuyo deseo es reprimido por el temor a un peligro que sus iguales se atreven a afrontar». No, al peligro sobrehumano que exige la apuesta absoluta del héroe. A uno sólo de los tantos peligros que forman parte de la anécdota y el esfuerzo que definen la vida de los hombres. Dando un puñetazo sobre la mesa y llamando a Chávez por su nombre, que no es otro que el de dictador, Rodríguez Zapatero no hubiera tenido que confrontarse a un riesgo físico insoportable. No creo que ni siquiera hubiera entrado Chávez en la sala con un pistolón de los suyos en el bolsillo. Para asesinar a quienes les son antipáticos, los valleinclanescos tiranos banderas han preferido siempre la sombra y el silencio. El terror y la palidez cadavérica del Presidente español, sus tartamudeos, sus «por supuesto, por supuesto» temblorosos, no respondían a la inminencia de una bala en el occipucio. Aunque lo pareciesen.
A nadie le es reprochable su miedo. Si es el suyo, privado y solitario. Pero un político al borde del sollozo frente a un tirano, no es un pobre individuo más, anegado en la angustia de su nadería frente a quien sólo puede ya ver como un monstruo peligroso. La pusilanimidad de un ciudadano sólo a él le afecta; y a la difícil relación con la conciencia que define nuestra paradójica condición de bichos humanos. La pusilanimidad de quien representa a toda una nación -y, más aún, la representa, merced a la voluntaria delegación en las urnas- nos mancha a todos. Sin excepción. Nos hace a todos rehenes del bárbaro caudillo de turno. Votemos a quien votemos, y aun cuando, como es mi caso, no votemos. Y un gobernante que hunde así en el vilipendio de hacer esclava a su nación, por mediación de su propia cobardía, no puede, si le queda una sola neurona -no digo dignidad- en el cerebro, hacer otra cosa que replegarse a aquel lugar del cual nunca debió salir: el saloncito de estar de su familiar domicilio. Cuando el Jefe del Estado español salió, finalmente, de modo violento de la sala, y el Presidente de su Gobierno se quedó sentado con las orejas más gachas que un cachorrillo después de la azotaina, todos supimos a quién representaba el señor Zapatero: no a nosotros, que pagamos su sueldo; sí, al primer tiranuelo de opereta que sepa darle cuatro voces en el tono más adecuadamente destemplado.
Dios santo, ¡qué vergüenza!
Es la libertad de expresión, idiotas
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