Pendientes de un cable
Por Germont
La segunda ciudad de España, la flamante y rutilante capital de Cataluña, ha dejado esta mañana sin luz a 350.000 de sus habitantes. Semáforos, ascensores, hospitales, metro, tranvía, cámaras frigoríficas, aires acondicionados,… el caos absoluto en un lunes de verano. Negocios paralizados, oficinistas ociosos pero paradójicamente más sudorosos que nunca, congeladores arruinados, cafeterías desiertas,… Y no es eso lo peor: mi señora madre, que vive en el centro geográfico de Barcelona si cogen ustedes un plano y buscan el cruce de Diagonal con Balmes, lleva en estos momentos doce horas sin luz. Hablamos de una persona impedida físicamente de moverse por sí sola, que pasa muchas horas ante el televisor, que precisa del ascensor para poder salir en su silla de ruedas a la calle, que se refresca con el aire acondicionado en sus largas horas de sillón, que precisa una cama con elevación eléctrica,… No creo que esté apreciando el romanticismo de las velas. Doce horas sin electricidad en pleno centro de Barcelona, en un barrio plagado de despachos, notarías, agencias bancarias y frente a una comisaría donde expiden el DNI. Como ella, por lo tanto, varias decenas de miles de personas (unas 30.000) a las que se les dice que tal vez les quedan doce o quince horas más. Más lejos del centro hay otra zona en la que unas 80.000 personas puede que pasen días sin luz.
Un cable. Se ha caído un cable. Gordo, sí, pero un cable. Y toda una ciudad a hacer puñetas. Podemos adoptar medidas supremas de seguridad para evitar atentados terroristas, y a última hora todo pende, nunca mejor dicho, de un cable. FECSA, Endesa, Red Eléctrica Española,… No sé quién es el responsable, pero es una vergüenza. Eso sí, supremo sarcasmo: en la ciudad colapsada funcionaban perfectamente las máquinas dispensadoras de tickets para la zona azul. Funcionan con energía solar.
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