YA NADA SERÁ IGUAL
«Podemos y debemos salir del hoyo, mentalizándonos de que
aunque no todo será igual, podemos vivir razonablemente bien aún con sacrificios
y renuncias. Será distinto, pero podrá ser sostenible»
¿Y qué hacemos? Lo primero es asumir cada uno su propia responsabilidad y
obrar en consecuencia. No saldremos del hoyo si echamos siempre la culpa «al
otro» sean personas o instituciones. Seguro que todos tienen culpa y que todos
deben emprender con firmeza e imaginación el cambio necesario. Pero cada uno de
nosotros debe reflexionar en lo que respecta a su conducta. Conjugar —para
nosotros y para nuestros hijos— los valores de austeridad, prudencia, coraje,
generosidad, esfuerzo y solidaridad. Y ello tiene, evidentemente, un precio. En
tal sentido conviene que reflexionemos sobre el Estado de bienestar que inunda
nuestra existencia desde la lejana época de las leyes sociales de Bismarck y
Beveridge. Esas leyes que fueron la simiente dieron un enorme fruto con los
postulados de la social democracia, especialmente bajo el mandato, en Suecia, de
Olof Palme. Como dijo Beveridge, el Estado para cumplir con la sociedad debía
luchar contra «los cinco azotes de la Humanidad como son: la enfermedad, la
ignorancia, la dependencia, la decadencia y la infravivienda». Pero Keynes
convence a Beveridge de que para eso es necesario gastar y que ese gasto social
lo debe asumir el Estado.
Casi siempre estas ideas son difícilmente rebatibles pero tienen un factor
condicional clave; en concreto el crecimiento económico y el empleo. Cuando
ambos factores se vienen abajo es muy difícil mantener aquello que está encima
de ellos, y en concreto el gasto social ilimitado. Y es que el Estado de
bienestar tal como se ha practicado entre los europeos ha producido, por su mala
aplicación, una atrofia del esfuerzo individual, un ejercicio de picaresca, y
una irresponsabilidad en la salud financiera del sistema. El interesante libro
del profesor Mauricio Rojas «Reinventar el Estado de bienestar» relata con
agudeza la profunda transformación que sufrió tal Estado en su cuna primigenia
como fue Suecia. Cuando en la década de los setenta se pone en marcha esa
gigantesca maquinaria del Bienestar social a cargo del Estado la economía pasó
de ser de mercado a una economía planificada, de modo que cuando falló el
crecimiento, el déficit público se disparó lo mismo que el desempleo. El Estado
no era de Bienestar sino Benefactor. Todo estaba planificado, todo estatalizado.
Y el gran mérito de los suecos —como dice Rojas— fue el poner en marcha, con un
gran coraje y una transformación educativa del sentir de los ciudadanos, un
estado posibilitador, «que no pretende imponer a los ciudadanos soluciones para
sus necesidades vitales sino posibilitarles que las resuelvan de acuerdo a
decisiones tomadas con amplia libertad». Y así desde 2006 el nuevo Gobierno
sueco ha logrado, con gran decisión e inteligencia, que el sistema que estaba
casi arruinado, resurja con fuerza dando lo mismo pero de otra manera. Dicho en
síntesis, ha dado un gran espacio a la autonomía de voluntad de los ciudadanos
desmantelando el monopolio público en los servicios. El Estado y los municipios
dan unos «vales» que en materia de salud y educación se canjean por unos
servicios que elige el ciudadano en función de su eficiencia, y no de que quien
lo preste sea público o privado. Y así se eligen las escuelas u hospitales que
les parecen mejores y quienes prestan los servicios reciben la financiación de
la Administración con igualdad de trato sean públicos o privados. Lo que prima,
en su competencia, es ser más eficientes con los mismos recursos. Es lo que los
suecos han denominado «la revolución de la libertad de elección» que ha logrado
hacer sostenible y eficaz el sistema.
Es comprensible que sea duro quitar un sueldo a un amigo o simpatizante, pero
si no se hace todo irá a peor. ¿Y qué decir de los gastos inútiles? Por poner un
solo ejemplo el coste de los traductores en el Senado, al gallego, catalán, y
vasco es un insulto al ciudadano que ve aumentar sus impuestos y reducir sus
ingresos. Y no digamos del capítulo de subvenciones y de las duplicidades de
organismos autonómicos y estatales. Ahí está la clave del ahorro.
lunes, agosto 27, 2012
LA profunda crisis que nos azota desde hace unos años es como
un tsunami que arrastra vivencias, posiciones y sentimientos, creando, a la vez,
una revolución en nuestro modo de vivir. Preocupación y tristeza, quizá sean las
dos principales consecuencias de la crisis. No creo exagerar si digo que en una
proporción altísima el tema normal de conversación, a todos los niveles, es la
crisis: «Hay que ver cómo está todo»; «Vamos a ver lo que dura»; «No hay mal que
cien años dure»; «Lo importante es la salud»; «Tenemos la mitad de lo que
teníamos». Y así hasta la saciedad. Y a continuación de los lamentos vienen las
reflexiones y soluciones: «Aquí, lo que hay que hacer es bajar el gasto del
Estado»; «Los políticos son los primeros que deben dar ejemplo»; «De tanto gasto
inútil viene todo»; «Lo que no hay derecho es a que paguemos el pato los de
siempre»; «El gobierno es el que tiene que solucionarlo»; «La sanidad, educación
y las pensiones son intocables»; «Las Autonomías nos llevan a la ruina». Y así
hasta el infinito. Todos se convierten en legisladores y en profetas. Y
curiosamente nadie asume su parte alícuota en el desastre que padecemos. Siempre
son los demás. No se habla en singular.
Pero en algo tienen, tenemos, todos razón. Esto ya no se parece en nada a lo
que tuvimos y lo que tuvimos no volverá. Esperemos que no tenga razón
Kondratiev, cuando nos dice que en la cercana historia (desde 1789) a
veinticinco años de crecimiento le siguen veinticinco años de crisis. No lo sé,
pero si parece claro que la crisis va para largo.
Traigo esto a colación porque entre nosotros, no sé muy bien por qué, lo
privado está demonizado. Hemos puesto en práctica un maniqueísmo de
consecuencias nefastas. ¿Por qué lo privado es intrínsecamente malo? Se podría
decir que porque genera beneficios a sus gestores. ¿Y eso es malo? Lo importante
es la eficiencia y la responsabilidad social. Si el Estado paga a unos y otros
los servicios básicos del vivir y los ciudadanos pueden elegir seguro que todo
funciona mejor y con menor gasto. Muchos recortes se podrían evitar con la
puesta en práctica de esta filosofía. O tra de las consecuencias de la depresión
económica en la que estamos es la necesaria responsabilidad en los gastos de la
Administración. No se trata tanto de recortar de modo inmisericorde los sueldos
de los funcionarios sino en impulsar la eficiencia de las Administraciones
públicas con el inevitable adelgazamiento de estructuras y disminución no tanto
de funcionarios sino de personas, normalmente nombrados a dedo por simpatía
política, que con el sombrero de asesores, consejeros, expertos, etcétera nos
cuestan un ojo de la cara.
Y es que otra de las buenas consecuencias de la crisis es la
necesidad de ejemplaridad. Hoy la gente no pasa ni una. Y eso es positivo porque
todo sufrimiento se alivia cuando se ve que se comparte. Podemos y debemos salir
del hoyo, mentalizándonos de que, aunque no todo será igual, podemos vivir
razonablemente bien aún con sacrificios y renuncias. Será distinto, pero podrá
ser sostenible.
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