Buenas noches, y buena suerte.
Pero volviendo a la frase del presidente, copiada de la coletilla con la que un famoso periodista americano cerraba sus programas, creo que con el paso de los meses ha cobrado su verdadero significado. Sabemos tras el último baño de multitudes televisivo que el presidente no miente. Se equivoca, admite, y ya es mucho en un personaje de su soberbia, pero no miente (aunque digo yo, si mintiese ¿lo reconocería o mentiría diciendo que no miente? ¿o tal vez se equivoca al decir que no miente?). Bueno, no nos liemos y creamos en su sinceridad: nos deseaba buena suerte porque, en su fuero interno límpido y cristalino, en su bondad infinita, en su franqueza innata y casi genética, sabía y reconocía que nada podía hacer por nosotros, más que desearnos fortuna en lo que se nos avecinaba.
En efecto, nuestro benéfico gobernante ya no era en aquel glorioso instante televisivo un líder que pudiese sacarnos del atolladero, sino un compañero de viaje, un pasajero más del Titanic español, conocedor de sus propias limitaciones, de su incapacidad para aprender economía en dos tardes, de la inepcia del equipo que él mismo eligió como el único incapaz de hacerle sombra (y mira que es difícil no hacer sombra a algo que se sitúa al nivel del suelo). Su “buena suerte” era algo así como un “sálvese quien pueda” pronunciado no por el heroico almirante que sucumbe con su nave, sino por el capitán Araña. Un “ahí os las compongáis”, un “que no os pase nada”, un “el último que apague la luz”.
No nos mentía. Buena suerte es lo que nos va a hacer falta. Eso, y que él deje el gobierno.