1. La obviedad sólo alcanzó mi mente cuando observé desde el Google Earth el Instituto de Bachillerato donde entonces trabajaba: desde los cielos, el IES parecía una fábrica, tenía forma de fábrica y estaba construido siguiendo el modelo de una fábrica. En suma, era una fábrica.
Liberado de prejuicios, pude al fin ver que el taylorismo, triunfante hace casi 100 años, seguía estructurando el sistema educativo, justo al tiempo en que las fábricas primigenias creadas a su hechura estaban desapareciendo. Ahí, en el Instituto, dominaba la especialización productiva -profesores especialistas en un saber compartimentado por la burocracia-, la división rígida de horarios -semana tras semana, las mismas clases-, y la centralización -un gobierno central que anuncia regularmente lo que todos han de aprender y cuándo.
Aún peor: ahí estaban juntos y revueltos, fieles al modelo de la producción en serie, todos los alumnos. La escuela comprehensiva une a los sexos, une a las clases y a las razas. Juntos aprenden los listos y los torpes, los ambiciosos y los pasotas, los muchachos ávidos de aprender (aún existen, se lo juro) con saboteadores retenidos en las aulas hasta los 16 años por imperativo legal. Todos han de estudiar lo mismo y al mismo tiempo, con rígidos esquemas de conocimiento,conceptos y ¡actitudes¡ establecidos anualmente en documentos legales.
Esto, además, es un dogma inatacable. Lo obliga, paradójicamente, una sociedad atomizada y segregada, que se dispersa en sus lugares de residencia y de ocio, en sus trabajos, en su estilo de vida, en los canales de televisión que ve. En la escuela, empero, todos juntos con el objetivo no de aprender –algo secundario para los responsables de la enseñanza obligatoria- sino de socializarse.
Ese día, ese bienaventurado día en el que al fin disipé la niebla de mis prejuicios, abandoné toda esperanza de que medidas parciales y esfuerzos bienintencionados arreglaran nuestro sistema educativo. El problema, en fin, era el concepto. Un modelo diseñado en el siglo XIX e imposible en pleno siglo XXI. Ese día comprendí -¡albricias, vi la luz¡- que sólo había una solución para el problema educativo: Cerremos colegios e institutos, pongamos cadenas y cerrojos a cualquier pretensión del estado de arreglar con sus medios y métodos la catástrofe del sistema imperante. Desechemos el modelo fallido y el sueño de que es posible mejorarlo desde dentro. Y esperemos -y luchemos- por un decreto redentor que nos diga un día: Por la presente, ordenamos el cierre de todos los centros de enseñanza públicos y abrogamos cualquier regulación de los privados. A cambio - concesión a los socialdemócratas de toda laya que dominan hoy el pensamiento europeo- el estado dará un cheque que obligue a los padres a formar a sus hijos hasta los 14 años.
2. Puedo escuchar los gemidos de espanto y el aullido de los beatos. ¿Cómo aprenderán nuestros hijos si no hay escuela pública? ¿Cómo podremos educar a la sociedad si no marcamos reglas, métodos y títulos? Los bienpensantes añadirán según su antigua manera: ¿Qué será de los pobres, de los que no tienen recursos; serán acaso abandonados a la ignorancia? Los profesores, por su parte, se preguntarán atribulados, con el hondo miedo de quien ve amenazada una vida que creía asegurada: ¿Y qué hay de lo mío?
Empecemos con los primeros, que lo suyo es más sencillo: Se resuelve con dinero, con mucho dinero. Yo mismo, funcionario grupo A con plaza fija, no pienso abandonar mi metier y mis derechos, sin que forren antes bien mis riñones. Habrá también algunas manifas que requieran de antidisturbios. Pero seamos francos; los profesores no somos mineros ni trabajadores del metal; las señoras pequeño-burguesas de mediana edad que conforman el común del profesorado no plantarán fuego a Madrid. El desembolso será monstruoso, pero a medio plazo supondrá un ahorro neto sobre el actual sistema, costoso hasta la ruina y manifiestamente ineficaz.
3. La pregunta importante sigue siendo: si no hay escuelas, ¿cómo educaremos a nuestros hijos? Mi respuesta es simple: ¡Y yo qué sé¡ En el mismo momento en que cerremos las escuelas, la maravillosa inventiva humana volverá a ponerse a funcionar, aplicada esta vez a mejorar el sistema educativo. Los cerebros hoy abotargados por un modo de producción educativa anquilosado podrán liberarse de sus ataduras y plantearse sin prejuicios el mejor modo de educar y enseñar.
A fin de cuentas, los padres seguirán preocupándose por sus hijos, por su futuro y aprendizaje. La diferencia es que hoy están obligados por el estado a que los retoños pasen sus horas en lugares muchas veces hostiles en los que el estudio está subordinado a la “convivencia” y a la “integración”. Frente a esto, yo les propongo a esos padres que puedan escoger entre miles de maneras mejores a su alcance (ya les digo, a golpe de un simple decreto). Imaginen, imaginen ustedes las distintas posibilidades, literalmente infinitas, para organizar de otra manera el sistema educativo.
Los tradicionales confiarán sus hijos a los mismos curas que les educaron a ellos. Sus colegios ahora serán mejores: han podido prescindir de asignaturas tontas para centrarse en los fundamentos básicos del conocimiento, y, desde luego, habrán abandonado la locura de la educación mixta.
Los tecnófilos abandonarán lápiz y papel; la educación de sus hijos se hará mediante ordenadores y videojuegos.
Los padres progres y sus amigos progres enviarán a sus hijos a un colegio sin notas y sin normas.
Probablemente, pronto se mostrarán calamitosos, pero, en mi propuesta, cada uno es libre de seguir sus caminos extraviados.
La señora del barrio, la que tiene un hijo estudioso del que presume ante sus amigas, enviará a ese hijo a Don Luis, de quien todos saben que es selectivo y riguroso.
Los padres ocupados en sus exigentes trabajos preferirán una escuela- guardería donde sus hijos puedan quedarse hasta las ocho de la noche. Con vacaciones –optativas- en agosto.
Los ricos volverán al preceptor y la institutriz para sus repipis niños. ¡Allá ellos¡
Los chicos desinteresados por los estudios pero atentos a su futuro podrán aprender algún oficio que les permita trabajar pronto y madurar
antes.
La retirada aldea de Lugo ofrecerá casa a un matrimonio de profesores para que eduque a los niños, y así éstos no tengan que coger el bus todas las mañanas.
Yo, por mi parte, sueño con que mis (inexistentes) hijos estudien, en grupos pequeños en los que solo entren chicos listos –nada de pijos-, un nuevo Trivium que podría ser latín (para las letras), matemáticas (para las ciencias), y lenguaje digital (el verdadero lenguaje del futuro). Cuando tengan más edad, escogerán ellos mismos en qué partija del conocimiento quieren ahondar; para entonces, ya dispondrán de sólidos fundamentos que les permitirán encaminarse solos.
No se me oculta que el desconfiado lector pudiera pensar otras hipótesis, esta vez negativas:
Fundamentalistas islámicos educando en madrassas españolas a sus hijos
Chavales desfamiliados que vagan sin rumbo por nuestras ciudades rotas
En el primer caso, confiemos en lo básico: la mayoría de los padres, bien moros, bien cristianos, quiere el progreso de sus hijos. Acaso en una escuela de raíz islámica, estos muchachos funcionen bastante mejor que siguiendo el método imperante. Al cabo, el sistema actual es un fracaso para ellos. Los árabes están alienados del todo en las escuelas europeas, y su integración en ellas es un fracaso clamoroso. Ningún cambio aquí puede ir a peor.
En cuanto a los pobres, muchos de ellos serán abandonados a la ignorancia. Pero eso es precisamente lo que ocurre ahora. Que nadie les engañe: un muchacho de familia desestructurada no tiene posibilidad alguna en nuestro sistema educativo. Con mi método, al menos no se dedicarán a sabotear las aulas a las que les obligan a ir. Y seguramente, quien muestre disposición a estudiar encontrará alguna escuela modesta y exigente donde hacerlo. Cosa que no ocurre hoy: si por algún extraño milagro, el muchacho nace de disposición estudiosa, sus colegas inventan mil maneras de hacerle la vida imposible con el fin de atajar sus intentos.
Además, estoy convencido de que los progresistas, siempre tan preocupados por los desvalidos, serán solidarios con ellos, y les proporcionarán su ayuda, incluso sus dineros...
4. ¿Quiénes perderán con mi sistema? Los derrotados más obvios serán los profesores ineptos, incapaces de ganarse la vida en un mercado libre. Para mí, será un consuelo que no tengamos que seguir pagando entre todos su abultada nómina y sus recurrentes bajas.
Sin embargo, desde el punto de vista intelectual, los grandes perdedores serán aquellos que gustan de considerar las aulas como centros de adoctrinamiento para futuras generaciones. Feministas, nacionalistas, socialistas, ecologistas, prohibicionistas, homófilos... es decir, todos quienes aprovechan que nuestros muchachos están aherrojados de 9 a 3 para lanzar sobre ellos su última propaganda, siguiendo esa curiosa costumbre de nuestra sociedad: como hay problemas graves, en vez de solucionarlos, hacemos proselitismo sobre los alumnos para “concienciarlos” sobre ese problema. El proselitismo fracasa once veces de casa diez. Afortunadamente, la muchachada es lo suficientemente sensata para no hacer caso a los adoctrinadores.
Lógicamente, ya no habrá más problemas de lenguas en las aulas. Algunos padres optarán por el vernáculo (pocos, claro, ya que en condiciones de libertad casi nadie prefiere esos idiomas); los más preferirán el español. Algunos modernos abandonarán del todo a Nebrija y escogerán el inglés. Al tiempo, las minorías étnicas buscarán que sus hijos aprendan también la lengua de sus mayores, ya sea chino, ya árabe, ya búlgaro. Todos, empero, querrán que sus hijos dominen el español, pues los únicos interesados en que no lo aprendan son precisamente quienes controlan el sistema educativo de algunas comunidades autónomas. Añado que, en Cataluña, los progenitores querrán que sus hijos se defiendan en catalán por su propio interés. Me temo, sin embargo, que el gallego y el vasco se convertirán en reliquias folclóricas, una vez que su único mercado –los alumnos obligados por el estado- desaparezca.
Habrá fraude en el sistema que les propongo, que nadie lo dude. Ni siquiera la inspección educativa dedicada a vigilar que los padres dediquen a la educación de sus hijos, al menos, los 300 euros que les dé el Estado, podrá evitar apaños y chanchullos. Pero nadie ha propuesto jamás derogar la ayuda del paro, la seguridad social y el PER a causa del persistente fraude que les aqueja.
En lo que se refiere a títulos y reconocimientos, nada de lo que proponemos es imposible. Nuestra sociedad está repleta de organismos privados que los conceden y el sistema funciona. Pensemos en los títulos privados que garantizan el conocimiento de idiomas (el inglés es fértil en ellos) o la calidad de las empresas (la implantación de sistemas de calidad). Los colegios, o lo que quede de ellos tras mi revolución, lucharán por su prestigio ante el mundo. Probablemente, la titulitis obsesiva que sufrimos se verá disminuida y, al fichar a un empleado, el empleador observará más las capacidades de éste que los diplomas que lo adornan.
La acusación más sonora, y sin duda más irritante, será la de que esta propuesta perpetuará nuestro sistema de clases, una vez que aquello que a todos une –un sistema educativo común- deje de estar vigente. Los ricos podrán educar a sus hijos mucho mejor que los pobres, etcétera, etcétera. Y si digo que esto es irritante es porque olvida una obviedad presente ante nuestros ojos, y conspicua en toda estadística: en el sistema actual, los hijos replican, con suerte, lo que estudiaron sus padres. Atentos a la guerra de lenguas, obsesionados por los contenidos, los defensores del sistema tratan de esconder que actualmente sólo salen adelante los hijos de las familias bien que se traen la cultura de casa. La única excepción son las muchachas campesinas, que luego tienden a arrasar en las oposiciones…
5. Mi propuesta es ilusa, lo admito. Los estatistas, los mismos que piensan que sin Papá Estado somos incapaces de educarnos, curarnos, controlarnos y organizarnos, son amplia mayoría entre nosotros. Además, adoran el control que nuestro actual sistema educativo les proporciona. Les encanta tener a nuestros niños secuestrados durante unas horas para verter sobre ellos todos sus dogmas y propaganda.
Ocurre, sin embargo, que el actual sistema es tan ineficaz, tan frustrante para quien aspira a una escuela educadora y rigurosa, que algún día habrá que cambiarlo. Y quienes lo intenten comprobarán, entonces, que el cambio es imposible, pues hemos de partir de unos parámetros –la escuela taylorista, comprehensiva y obligatoria- con los que no podemos trabajar.
Por consiguiente, acepto, sí, que soy un iluso. Pero usted, señor lector, señor legislador, es el iluso si piensa que con reformas desde dentro es posible mejorar este sistema. Abandone esa esperanza. La inercia impera allí, las ideas estúpidas, mil veces probadas estúpidas, seguirán dominando las mentes de quienes diseñan el sistema, y el agujero negro de nuestra educación seguirá aniquilando ilusiones y ambiciones.
Es por eso que estoy convencido que mi ilusa propuesta es mil veces más realista que las reformas legales que proponen los gradualistas de buenas intenciones
Catocensorinus.