¡Es la soberanía, estúpidos!
Por Germont
Qué absurdo sería discutir sobre palabras, si éstas no fuesen utilizadas como la quijada del asno en luchas tribales guiadas por la ambición más mezquina e incitadas generalmente por líderes de vuelo gallináceo y de miras de una cortedad escalofriante.
La clase política catalana, salvo honrosas excepciones, lleva los últimos cinco lustros reivindicando para Cataluña la condición de nación, por lo general totalmente al margen del sentir y del vivir de los ciudadanos. En los últimos tiempos previos a la aprobación en el Parlamento del nuevo Estatuto, el supuesto debate alcanzó el paroxismo. Lo triste del caso es que la parte contraria entró al trapo de un debate que no debió aceptar nunca, porque le faltaba una premisa básica: una definición asumida por ambas partes de lo que significa “nación”. ¿Qué sentido tiene discutir si somos o no somos una cosa que ni siquiera sabemos lo que es? Especialmente si una de las partes en la discusión lleva en su propio nombre el término sobre el que se está debatiendo. El juego con las palabras siempre ha sido una especialidad de los nacionalistas: soberanismo, autodeterminación, independencia, autogobierno, han sido términos tradicional y sucesivamente utilizados para justificar nuevas y nunca satisfechas aspiraciones. Todos significan lo mismo, en definitiva: se usa uno u otro en función del auditorio y la ocasión, según se quiera asustar, tranquilizar, enardecer o manipular a quien escucha.
Probablemente la excesiva inteligencia, la profundización exasperante en la esencia misma de las leyes y de las palabras haga perder de vista el conjunto. Cuando uno despieza un reloj hasta lograr ver y comprender cada uno de sus más recónditos mecanismos, tendrá un conocimiento profundo y completo de su funcionamiento y secretos, pero se habrá quedado sin reloj. Seguramente nuestros muy sabios magistrados del Tribunal Constitucional pasan demasiadas horas sumergidos entre leyes y decretos y hayan perdido de vista la realidad elemental y prístina de las cosas. Como suele decirse, los árboles no les dejan ver el bosque, de tanto como se han adentrado en él. Sé que hay versiones menos benévolas que ésta sobre la actitud de la judicatura, pero necesito creer todavía en la honestidad de los encargados de impartir justicia.
Parece que el TC está dispuesto a dejar pasar como constitucional, o al menos como intrascendente, que el término nación figure en el preámbulo del estatuto de Cataluña. Seguimos en el mismo problema: ¿qué es una nación? Misión imposible la de optar por cualquiera de los centenares de definiciones que los tratadistas de derecho público han dado a lo largo de los siglos. Acudamos por lo tanto al diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, ya que en español deberían estar redactadas las leyes. Entre las definiciones que más o menos puedan servir, encontramos las siguientes: “conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo gobierno”; “conjunto de personas del mismo origen étnico y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común”. Como suele pasar, ambas definiciones no hacen sino ampliar el problema, puesto que introducen nuevos términos igualmente discutibles (país, tradición, origen étnico).
Hay una solución más sencilla: ya que el nacionalismo reivindica la atribución a Cataluña de la condición de nación, vayamos a ver el término nacionalismo: “doctrina que exalta en todos los órdenes la personalidad nacional completa, o lo que reputan como tal sus partidarios”; “aspiración o tendencia de un pueblo o raza a constituirse en estado autónomo”. Parece que se va aclarando: para el nacionalismo, nación se asocia a estado propio. Si nos vamos a consultar la voz “soberanía”, vemos que es la “autoridad suprema del poder público”, y nos aparece la siguiente definición ligada al adjetivo “nacional”: “la que reside en el pueblo y se ejerce por medio de sus órganos constitucionales representativos”.
Así pues, parece que no es preciso ser magistrado del Constitucional para concluir que, para el nacionalismo y para cualquiera que no sea imbécil o traidor a la nación española, nación implica soberanía, y por tanto la discusión no es puramente semántica, sino un burdo caballo de Troya: si Cataluña es una nación, así lo proclama su parlamento, lo acepta el español y lo sanciona el Tribunal Constitucional, Cataluña es sujeto de soberanía. A partir de ahí, cuesta abajo. Nunca un estado soberano habrá puesto tan fácil la secesión de uno de sus territorios.
Qué absurdo sería discutir sobre palabras, si éstas no fuesen utilizadas como la quijada del asno en luchas tribales guiadas por la ambición más mezquina e incitadas generalmente por líderes de vuelo gallináceo y de miras de una cortedad escalofriante.
La clase política catalana, salvo honrosas excepciones, lleva los últimos cinco lustros reivindicando para Cataluña la condición de nación, por lo general totalmente al margen del sentir y del vivir de los ciudadanos. En los últimos tiempos previos a la aprobación en el Parlamento del nuevo Estatuto, el supuesto debate alcanzó el paroxismo. Lo triste del caso es que la parte contraria entró al trapo de un debate que no debió aceptar nunca, porque le faltaba una premisa básica: una definición asumida por ambas partes de lo que significa “nación”. ¿Qué sentido tiene discutir si somos o no somos una cosa que ni siquiera sabemos lo que es? Especialmente si una de las partes en la discusión lleva en su propio nombre el término sobre el que se está debatiendo. El juego con las palabras siempre ha sido una especialidad de los nacionalistas: soberanismo, autodeterminación, independencia, autogobierno, han sido términos tradicional y sucesivamente utilizados para justificar nuevas y nunca satisfechas aspiraciones. Todos significan lo mismo, en definitiva: se usa uno u otro en función del auditorio y la ocasión, según se quiera asustar, tranquilizar, enardecer o manipular a quien escucha.
Probablemente la excesiva inteligencia, la profundización exasperante en la esencia misma de las leyes y de las palabras haga perder de vista el conjunto. Cuando uno despieza un reloj hasta lograr ver y comprender cada uno de sus más recónditos mecanismos, tendrá un conocimiento profundo y completo de su funcionamiento y secretos, pero se habrá quedado sin reloj. Seguramente nuestros muy sabios magistrados del Tribunal Constitucional pasan demasiadas horas sumergidos entre leyes y decretos y hayan perdido de vista la realidad elemental y prístina de las cosas. Como suele decirse, los árboles no les dejan ver el bosque, de tanto como se han adentrado en él. Sé que hay versiones menos benévolas que ésta sobre la actitud de la judicatura, pero necesito creer todavía en la honestidad de los encargados de impartir justicia.
Parece que el TC está dispuesto a dejar pasar como constitucional, o al menos como intrascendente, que el término nación figure en el preámbulo del estatuto de Cataluña. Seguimos en el mismo problema: ¿qué es una nación? Misión imposible la de optar por cualquiera de los centenares de definiciones que los tratadistas de derecho público han dado a lo largo de los siglos. Acudamos por lo tanto al diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, ya que en español deberían estar redactadas las leyes. Entre las definiciones que más o menos puedan servir, encontramos las siguientes: “conjunto de los habitantes de un país regido por el mismo gobierno”; “conjunto de personas del mismo origen étnico y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común”. Como suele pasar, ambas definiciones no hacen sino ampliar el problema, puesto que introducen nuevos términos igualmente discutibles (país, tradición, origen étnico).
Hay una solución más sencilla: ya que el nacionalismo reivindica la atribución a Cataluña de la condición de nación, vayamos a ver el término nacionalismo: “doctrina que exalta en todos los órdenes la personalidad nacional completa, o lo que reputan como tal sus partidarios”; “aspiración o tendencia de un pueblo o raza a constituirse en estado autónomo”. Parece que se va aclarando: para el nacionalismo, nación se asocia a estado propio. Si nos vamos a consultar la voz “soberanía”, vemos que es la “autoridad suprema del poder público”, y nos aparece la siguiente definición ligada al adjetivo “nacional”: “la que reside en el pueblo y se ejerce por medio de sus órganos constitucionales representativos”.
Así pues, parece que no es preciso ser magistrado del Constitucional para concluir que, para el nacionalismo y para cualquiera que no sea imbécil o traidor a la nación española, nación implica soberanía, y por tanto la discusión no es puramente semántica, sino un burdo caballo de Troya: si Cataluña es una nación, así lo proclama su parlamento, lo acepta el español y lo sanciona el Tribunal Constitucional, Cataluña es sujeto de soberanía. A partir de ahí, cuesta abajo. Nunca un estado soberano habrá puesto tan fácil la secesión de uno de sus territorios.
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