lunes, octubre 08, 2007

Si nos ganan, nos lo habremos merecido

Por Antonio Jaumandreu

Quienes tenemos la desdicha de residir en alguna de las comunidades infestadas por el nacionalismo y no somos precisamente propensos a sucumbir al virus, nos hacemos cruces al ver la facilidad asombrosa con que se producen los avances de los secesionistas, y lo poco que se hace por frenarlos. Por mi parte, he llegado hace tiempo a la convicción de que, si finalmente ganan la partida (y a mi modo de ver todo indica que así será), se deberá en buena medida a la escasísima oposición que se les habrá planteado. En determinadas épocas esa falta de determinación para enfrentárseles pudo deberse a la “necesidad” (¿realmente eran tan potentes los nacionalismos en 1978 como para ceder tanto a sus pretensiones?) de conseguir su aquiescencia para el cambio de sistema político; en otras a la ingenuidad de quienes desde diversas instancias han pensado que alguna vez se darían por saciados; más tarde a la necesidad sucesiva de los diferentes gobiernos de Madrid de recurrir a los votos de los nacionalistas para garantizarse la mayoría suficiente (e incluso en ocasiones sin necesidad, inmenso error sólo atribuible a un muy encomiable pero errado afán integrador, o a una estúpida mala conciencia de tener algo que hacerse perdonar); más recientemente al deliberado proyecto de aliarse con ellos para expulsar al PP de la vida política. Y siempre, sin excepción, al distanciamiento displicente con que desde Madrid se han contemplado estos “fenómenos”.

Es decir, que se han acumulado diagnósticos erróneos, cesiones inexplicables, intercambios interesados y temerarios, falta de ambición y de proyectos, remordimientos y malas conciencias, para dar como resultado, treinta años después de la muerte de Franco, una situación a la que le falta muy poco para ser irreversible y que, al propio tiempo, resulta enormemente paradójica, en especial por lo que respecta a Cataluña: y es que aquí, aunque pueda parecer increíble a estas alturas, eran poquísimos los nacionalistas que había en 1978, y siguen siendo relativamente pocos pese a los esfuerzos indescriptibles por “catalanizar a los catalanes” que lleva haciendo la Generalitat desde hace tres décadas. Valga como prueba de ello la participación registrada en el referéndum para la aprobación del nuevo estatuto de autonomía, o la escasez de banderas en los balcones en la festividad del 11 de septiembre. Valoremos ese dato para la esperanza: el nacionalismo lleva treinta años gestionando en beneficio exclusivo la enseñanza, la cultura, los medios de comunicación públicos y muchos de los privados a través de las subvenciones y de las maniobras para controlarlos, la creación audiovisual, la política lingüística, al tiempo que viene practicando de forma implacable una infiltración en colegios profesionales, patronales, asociaciones, clubes deportivos y todo tipo de agrupaciones y entidades de la llamada sociedad civil, hasta el punto de conseguir una apariencia externa de homogeneidad total… que sin embargo no tiene su reflejo en ocasiones críticas como la votación por el estatuto. No hay que ser un gran analista para constatar que si pese a tal siembra, prolongada a lo largo de casi treinta años, no han conseguido que ni un 40 % del electorado respalde un proyecto de estatuto que, según ellos, era un clamor de la sociedad catalana y en cuya promoción se habían volcado todas esas terminales mediáticas, sociales e institucionales a que me refería, es que el sentimiento nacionalista inicial era realmente mínimo, y que actualmente dista aún de ser mayoritario.

Probablemente cualquier político honesto sacaría conclusiones de ello, y comprendería que la inquietud de la ciudadanía va por otros derroteros. Ocurre que en Cataluña política y honestidad intelectual no suelen ir de la mano. Pero si nos trasladamos al bando opuesto deberemos constatar justamente lo contrario: si el nacionalismo (el independentismo, que es exactamente lo mismo) ha tenido tantas dificultades para calar, ¿cuál sería nuestra situación si desde la administración central se hubiese sembrado de manera parecida pero en sentido inverso, o se hubiesen vetado ciertos abusos? La gente necesita que la lideren, que la encaminen, que la dirijan y la ilusionen. Y los únicos que llevan décadas haciéndolo en Cataluña son los nacionalistas. Hay un inmenso caladero de votos que no son independentistas y que se hallan huérfanos de proyectos y de líderes, y generan estas monstruosas cotas de abstención. Y hay también muchos que se consideran nacionalistas porque en realidad no creen que sus líderes vayan en serio a conducirles a la independencia, y juegan a esa rebeldía facilona frente al lejano enemigo madrileño, como los progres insultan al remoto imperialismo americano. Sobre todo, corean gregariamente al líder chulesco que finge enfrentarse heroicamente a un monstruo que no existe y que les pinta horizontes gloriosos. Y lo corean porque, entre otras cosas, no existe enfrente nadie que se haya planteado seriamente que a los catalanes ya va siendo hora de que alguien los siente y les exponga crudamente la realidad que les espera. Tienen ya, es cierto, un anticipo de ello ante sus ojos: el gobierno y la clase política más mediocre que los tiempos han visto y que un territorio europeo pueda soñar. Créanme, muchos catalanes piensan que viven en una especie de modorra de la que algún día despertarán. Pero si alguien no los agita enérgicamente, cuando despierten tal vez sea demasiado tarde.

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