lunes, junio 11, 2007

La piedra filosofal

Por Germont


Ayer Arcadi Espada halló la piedra filosofal que, con extraordinaria simplicidad, deja totalmente al descubierto las vergüenzas de nuestro presidente. Y de paso las de quienes en cualquier momento y lugar intentan negociar con los terroristas. Lean este párrafo:

“El terrorismo etarra, como cualquier otro, no tiene ciudadela ni palacio de entretiempo que conquistar. Su única posibilidad de vulnerar el pacto social (aspiración de cualquier terrorismo) está en la negociación. Pues bien: nunca habían encontrado un gobierno más ilusionadamente dispuesto; nunca una sociedad política más fragmentada; nunca un ambiente español más dominado por el nacionalismo. Es improbable que el acarreo de sufrimiento que prevén (y entre el que está también, aunque suela olvidarse, su propio sufrimiento) vaya a colocarles en una posición mejorada. El único objetivo del terrorismo etarra es la negociación. Sólo teniéndolo en cuenta podrá comprenderse el grave error del gobierno al igualarse (desgraciadamente: la negociación era también su único proyecto político) y la magnitud del fracaso etarra.”

¿Se dan cuenta? “El único objetivo del terrorismo etarra es la negociación”. “Su única posibilidad de vulnerar el pacto social (aspiración de cualquier terrorismo) está en la negociación”. ¿No les pasa que cuando de pronto leen una idea que hace tiempo les rondaba por la cabeza, plasmada de forma clara, rotunda, contundente, les asalta una sensación confusa, mezcla de satisfacción por haber hallado la fórmula de enunciarla, ¡eureka!, y de envidia por tener que reconocerle la paternidad a otro? Pues éste es uno de esos casos. Para mí es el argumento definitivo frente a cualquier negociación con terroristas. Los terroristas no pueden aspirar, no aspiran de hecho a derrotar al Estado por las armas. Bien, podríamos hacer excepciones en países digamos vulnerables, pero si nos referimos al terrorismo tal y como lo entendemos en Europa, como el que padecieron Italia o Alemania, y por supuesto el que sufrimos aún en España, está claro que ni el más psicópata de los asesinos ha aspirado ni por un momento a que un puñado de desalmados pueda desarbolar a tiros la fuerza de un Estado y hacerse con el poder.

Por lo tanto, ciertamente, a lo único que aspiran es a forzar una negociación. Conseguida ésta, su victoria ya se ha producido, con independencia de que sus frutos sean más o menos importantes. Sentarse a hablar con ellos ya es darles la victoria. Hacerlo, además, cuando su capacidad operativa estaba bajo mínimos, es mucho más que una irresponsabilidad. Posiblemente Zapatero pensó que en su situación ETA aceptaría cualquier abalorio, y así él podría colgarse del pecho la colección completa de medallas: el fin de la violencia, la integración del mundo que llamamos abertzale en la vida democrática, y una nueva ERC en el País Vasco, que permitiese una reedición norteña del exitoso tripartito catalán, con la doble consecuencia de expulsar al PP a las tinieblas exteriores en otra comunidad importante, e iniciar el proceso de asfixia del PNV, como ya hizo con CiU, por su ocasional propensión a aliarse con los populares. Sin CiU ni PNV, al PP sólo le cabe la mayoría absoluta si algún día quiere gobernar.

Tendió el brazo a quien se estaba ahogando, con la esperanza de sacarlo del agua ya exangüe para utilizarlo como un pelele, pero los etarras, que son asesinos pero no tontos, le cogieron enseguida la medida, y nuestro presidente se encontró con que la mano que esperaba inanimada se aferró a su brazo y empezó a tirar de él hacia el abismo. Desoyó todos los consejos y advertencias, guiado por el afán de apropiarse en exclusiva del aparente éxito, y una vez siente la garra tirando de su antebrazo, y el agua cada vez más próxima, opta por chillar clamando por el apoyo incondicional del partido al que quiso aniquilar. Lamentable personaje, que sólo merecería un distraído “te lo habíamos advertido”, mientras nos alejamos de él abandonándole a su destino.

Pero eso es peligroso porque, por increíble que resulte, sus llamadas aún resultan creíbles para un gran número de personas. A ellas les pediría que le miren, que le observen, que le escruten cuando habla en televisión, que analicen sus gestos teatrales, su voz impostada, sus frases huecas. Que prueben a repetir, sin el énfasis que él les da, cada una de esas frases, para darse cuenta de que, sin su escenificación, no contienen absolutamente nada. A pocas personas he visto a las que se les note tanto la mentira en la mirada, en la expresión. ¿Es posible que tanta gente aún no lo haya percibido?


Germont
Los árboles y el bosque

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