Madrid-Barcelona
Por Germont
Inútil pretensión la de que los políticos catalanes extraigan alguna lección de la masiva abstención del electorado barcelonés.
Tan masiva que casi puede decirse sin caer en la exageración que toda la clase política surgida de unas elecciones como éstas queda deslegitimada. Ya sucedió con el referéndum de aquel estatuto que, según sus padrinos, era un clamor social. Y sucede también vez tras vez en las elecciones autonómicas. A los políticos catalanes no les preocupa lo más mínimo la abstención. Puede que, a lo sumo, en una primera ojeada a las cifras les recorra el rostro una mínima oleada de rubor, un postrer atisbo de dignidad del tipo “algo estamos haciendo mal”. Pero dura poco: el tiempo justo que tardan en asegurarse de que las alambicadas coaliciones que han dado injustificada fama al pactismo catalán les garantizan el modus vivendi para los próximos cuatro años.
Así que desengáñese quien piense que, esta vez sí, la clase política catalana, ese auténtico Matrix que tan certeramente definen García Domínguez o Girauta, va a darse por aludida. De lo que no me voy a privar, en cambio, es de restregarles por la cara que entre Madrid y Barcelona ha habido nada más y nada menos que 17 puntos de diferencia en participación. En Barcelona la abstención se ha colocado en un glorioso 48,81 %, más un 3,28 % de votos en blanco. Total, 52,09 % de votantes que no se han pronunciado. En Madrid, esa misma suma arroja un 35,48 %. Es decir, 17 puntos de diferencia.
La odiada capital, sede de la crispación, de la gomina, de la brunete mediática, de la derechona, del conservadurismo más rancio, de los resabios de la dictadura, le ha sacado a Barcelona, cuna del progreso, la modernidad, el buen rollito, la tolerancia, la sostenibilidad y la vestimenta casual, nada menos que 17 puntitos, 17, en participación ciudadana. Es la diferencia entre una ciudad viva y despierta y una aletargada y mortecina, entre una urbe abierta al mundo y receptora agradecida de todo tipo de influencias y otra que a través de los ojos de una clase política parasitaria dedica su tiempo y los impuestos de sus ciudadanos a debatir agotadoramente sobre su identidad, en lugar de a preguntarse qué puede hacer. Es lo que distingue una capital que participa enérgicamente en sus propias decisiones de otra que renuncia a su responsabilidad para abandonar su destino en manos de políticos de tercera división cuyas más altas miras se sitúan a la altura de las punteras de sus zapatos.
Es una magnífica metáfora. El futuro de España hoy se divide entre un Madrid vitalista que se expresa en términos claros y contundentes, y una Barcelona abotargada que por enésima vez decide no delegar, sino abandonar su gobierno en manos de una amalgama confusa, sea la que sea, de formaciones políticas que le absorben su energía y la coartan en un desarrollo que hace décadas se antojaba espectacular. Dos modelos de vida. Quién fuera madrileño…
Germont
Los árboles y el Bosque
Así que desengáñese quien piense que, esta vez sí, la clase política catalana, ese auténtico Matrix que tan certeramente definen García Domínguez o Girauta, va a darse por aludida. De lo que no me voy a privar, en cambio, es de restregarles por la cara que entre Madrid y Barcelona ha habido nada más y nada menos que 17 puntos de diferencia en participación. En Barcelona la abstención se ha colocado en un glorioso 48,81 %, más un 3,28 % de votos en blanco. Total, 52,09 % de votantes que no se han pronunciado. En Madrid, esa misma suma arroja un 35,48 %. Es decir, 17 puntos de diferencia.
La odiada capital, sede de la crispación, de la gomina, de la brunete mediática, de la derechona, del conservadurismo más rancio, de los resabios de la dictadura, le ha sacado a Barcelona, cuna del progreso, la modernidad, el buen rollito, la tolerancia, la sostenibilidad y la vestimenta casual, nada menos que 17 puntitos, 17, en participación ciudadana. Es la diferencia entre una ciudad viva y despierta y una aletargada y mortecina, entre una urbe abierta al mundo y receptora agradecida de todo tipo de influencias y otra que a través de los ojos de una clase política parasitaria dedica su tiempo y los impuestos de sus ciudadanos a debatir agotadoramente sobre su identidad, en lugar de a preguntarse qué puede hacer. Es lo que distingue una capital que participa enérgicamente en sus propias decisiones de otra que renuncia a su responsabilidad para abandonar su destino en manos de políticos de tercera división cuyas más altas miras se sitúan a la altura de las punteras de sus zapatos.
Es una magnífica metáfora. El futuro de España hoy se divide entre un Madrid vitalista que se expresa en términos claros y contundentes, y una Barcelona abotargada que por enésima vez decide no delegar, sino abandonar su gobierno en manos de una amalgama confusa, sea la que sea, de formaciones políticas que le absorben su energía y la coartan en un desarrollo que hace décadas se antojaba espectacular. Dos modelos de vida. Quién fuera madrileño…
Germont
Los árboles y el Bosque
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