Cambio Climático (V): Entre Unos y Otros
Por Xavier Sala i Martín
En el debate sobre el cambio climático hay tres tipos de actores: en un extremo está una minoría que niega la evidencia científica del calentamiento global. En el otro extremo está una gran cantidad de gente que exagera los hechos científicos demostrados, que toma las predicciones basadas en modelos poco fiables como si fueran verdades inapelables, que atemoriza a la población augurando cataclismos varios, que insulta y desacredita a los discrepantes y que, después de cada tormenta, demanda irreflexivamente la implementación del protocolo de Kyoto. Y a mitad de camino entre unos y otros existe gente que intenta analizar el problema racionalmente, separando lo que dicen realmente los informes científicos de la propaganda y, sobre todo, intenta utilizar el sentido común para diseñar políticas adecuadas. Es precisamente cuando el planeta se calienta que hay que mantener la cabeza fría y no dejarse llevar por el pánico o por la histeria de los extremistas.
En mi último artículo expliqué que los enormes gastos que comportaría la implementación directa del protocolo de Kyoto no compensan los reducidos beneficios que obtendremos dentro de 100 años. ¿Quiere decir eso que no debemos hacer nada? No necesariamente. Lo que sí quiere decir es que (a) debemos invertir en cosas más productivas y (b) si decidimos reducir emisiones, debemos hacerlo de la manera más barata posible.
La inversión más productiva relacionada con el medio ambiente es, sin lugar a dudas, el I+D. Dicen los expertos que hay tres áreas prometedoras en las que investigar. La primera es la de las energías alternativas. Aquí tenemos un ejemplo del perjuicio que puede causar el delirio de los radicales: los científicos dicen que la fusión nuclear que dará energía limpia e ilimitada, aún tardará 50 años. Al exagerar los catastrofistas la urgencia del problema, nuestros líderes estén abandonando la investigación en fusión nuclear porque creen que llegará demasiado tarde. Y eso es un grave error.
Una segunda línea prometedora es la de limpiar el CO2 ya emitido como hacen los árboles con su función clorofílica. Se está progresando en el tema del secuestro de CO2 pero todavía estamos lejos. La tercera línea es el almacenamiento de energía. Fíjense en la cantidad de energía natural –solar, eólica, mareas, tormentas, etc- que desaprovechamos simplemente porque no tenemos buenas baterías donde almacenarla. De hecho, el problema actual de las energías renovables no es que sean caras sino que no son fiables porque no se generan cuando se necesitan sino cuando quiere la naturaleza. Si pudiéramos acumularlas cuando sopla el viento o luce el sol para ser utilizadas cuando son necesarias, el problema se habría acabado.
En cuanto a la política de reducir emisiones, existen tres alternativas. La primera, que es la que proponía Kyoto originalmente, es la regulación: el estado asigna arbitrariamente unas cuotas de emisión y se pone en la cárcel a quien emita más de lo permitido. Imaginen que hay dos empresas, A y B, que emiten CO2 y que, para A, el coste de reducir emisiones es muy bajo mientras que para B, es prohibitivo. Si se obliga a las dos a reducir las emisiones en 50 toneladas (tm) cada una, quizá la empresa B tenga que cerrar, cosa que tendría importantes pérdidas económicas y aumento del paro. Se estima que hacer eso costaría el 5% del PIB mundial cada año.
La segunda es la que ha adoptado la Unión Europea: también se asignan cuotas de emisión pero se deja que las empresas compran y vendan esas cuotas. Si se permite que la empresa B le pague a la A un dinero para que ésta reduzca 100 tm en lugar de 50 tm, la reducción total de emisiones será la misma, pero los costes económicos serán mucho menores porque el ahorro lo hace la más eficiente. Se calcula que el coste de esa estrategia es del 1% del PIB anual.
La tercera vía es la que proponen un creciente número de economistas que el profesor Harvard Greg Mankiw llama el club de Pigou en honor al francés Arthur Cécil Pigou. La idea es aumentar los impuestos sobre productos que emiten CO2 –por ejemplo la gasolina, el petróleo o el carbón- y, a cambio, reducir otros impuestos distorsionadores. Si el tipo impositivo es suficientemente alto, la empresa A (que, recuerden, es la eficiente), evitaría pagar esas tasas a base de reducir sus emisiones en 100 tm. A la empresa B le saldría a cuenta no reducir emisiones y pagar los impuestos. Fíjense que la reducción global sería la misma que con las cuotas pero con una gran diferencia: con las cuotas, el dinero que paga B se lo queda la empresa A mientras que con el impuesto, el dinero se lo queda el estado. Y aquí está el truco de la propuesta: el estado debe compensar las distorsiones causadas por la nueva tasa rebajando otros impuestos que ahora perjudican la actividad económica como el IRPF. ¿Resultado? Las emisiones se reducen exactamente igual que con las cuotas, pero el impacto económico negativo es mucho menor.
Un aviso: para que esta estrategia de sustitución de impuestos funcione, es importante asegurarse que los políticos realmente utilizan la recaudación del impuesto pigouviano sobre el CO2 para rebajar el IRPF –y reducir así los costes de la política medioambiental- y no para aumentar el gasto y satisfacer su conocida avidez fiscal y electoralista.
Sea como sea, existe un gran espacio para el debate medioambiental sereno y sosegado, lejos de la histeria de los extremistas de ambos lados y de las constantes amenazas y los insultos que profieren entre unos y otros.
Publicado en La Vanguardia, 17-04-2007
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