Tres preguntas (III)
¿Estamos dispuestos a convivir con un cierto grado de violencia terrorista a cambio de no perder determinados valores?
Pregunta dura donde las haya, que además siempre se corre el riesgo de llevar al terreno de la demagogia si la adornamos con la apostilla de “¿y si te pasase a ti?”: ¿estamos dispuestos a convivir con un cierto grado de violencia terrorista a cambio de no perder determinados valores?
¿Puede el Estado, cualquier Estado, garantizar la absoluta ausencia de violencia de cualquier tipo, común o política? El tráfico produce cada año miles de muertos. Sí, lo sé: no es comparable porque, en términos generales, no interviene la intencionalidad, aunque a menudo sí la temeridad o la imprudencia. El Estado desarrolla campañas de todo tipo y va reduciendo la mortalidad, pero aún así las cifras son aterradoras. Evidentemente no habría muertos si se prohibiese la circulación de vehículos. Y sin embargo, asumimos que eso es imposible y aceptamos como un peaje trágico convivir con la muerte en ese terreno.
La violencia doméstica, ahora llamada de género, se cobra decenas de víctimas cada año. Y el Estado intenta, como es lógico, reducir esas cifras, pero es evidente que resulta impensable que alcancemos una situación en que nunca un hombre mate a su mujer o compañera. Igual que ningún Estado, por policíaco que sea, podrá garantizar a sus ciudadanos o súbditos que nunca jamás ninguno de ellos sea víctima de una agresión o un robo con violencia en plena calle. Se pueden reducir los índices a niveles suecos, por decir algo, y aún así ahí no se consiguió evitar que el primer ministro y una ministra fueran asesinados en plena calle.
¿Puede el Estado, cualquier Estado, garantizar la absoluta ausencia de violencia de cualquier tipo, común o política? El tráfico produce cada año miles de muertos. Sí, lo sé: no es comparable porque, en términos generales, no interviene la intencionalidad, aunque a menudo sí la temeridad o la imprudencia. El Estado desarrolla campañas de todo tipo y va reduciendo la mortalidad, pero aún así las cifras son aterradoras. Evidentemente no habría muertos si se prohibiese la circulación de vehículos. Y sin embargo, asumimos que eso es imposible y aceptamos como un peaje trágico convivir con la muerte en ese terreno.
La violencia doméstica, ahora llamada de género, se cobra decenas de víctimas cada año. Y el Estado intenta, como es lógico, reducir esas cifras, pero es evidente que resulta impensable que alcancemos una situación en que nunca un hombre mate a su mujer o compañera. Igual que ningún Estado, por policíaco que sea, podrá garantizar a sus ciudadanos o súbditos que nunca jamás ninguno de ellos sea víctima de una agresión o un robo con violencia en plena calle. Se pueden reducir los índices a niveles suecos, por decir algo, y aún así ahí no se consiguió evitar que el primer ministro y una ministra fueran asesinados en plena calle.
Tal vez podría impedirse cualquier tipo de violencia si, entrando en el terreno de la ciencia ficción, imaginásemos un policía por ciudadano, o toda nuestra vida controlada por cámaras, o incluso un sistema que, como en aquella Minority Report que protagonizara Tom Cruise, previese nuestros crímenes antes de producirse. Pero claro: habríamos dejado por el camino otros valores fundamentales, más probablemente que la seguridad absoluta. La libertad, la dignidad, el estado de derecho, por ejemplo.
En el caso de la violencia terrorista existe un factor que la diferencia de los otros tipos de violencia que acabamos de citar a título de ejemplo. En teoría, puede ser eliminada por un procedimiento muy simple: dándoles a los terroristas lo que piden, o facilitándoles una salida “honorable” cuando se hallan en un callejón sin salida (en el que sólo ellos, por cierto, se han metido). Y he ahí la cuestión: es por eso, y sólo por eso, que estamos hablando de un proceso de paz. Porque se les va a dar algo a cambio de que renuncien a la violencia. Esa negociación no se desarrollaría nunca con atracadores de bancos, parricidas o conductores imprudentes. Es decir, con ellos se asume que se puede convivir con un cierto grado de violencia a cambio de no renunciar a nuestra libertad, al estado de derecho, a la dignidad que supone no negociar con criminales, o incluso al mismo funcionamiento de la economía, si de la hipótesis de prohibir la circulación de vehículos hablásemos. Todos esos valores hacen que el siniestro peaje en vidas humanas, mejor cuanto más pequeño, pase a un segundo término igual que nos resignamos a que mucha gente muera de cáncer o a que un tsunami se lleve por delante a 200.000
¿Por qué entonces con el terrorismo, la más perversa de todas las causas de muerte violenta, no hemos de asumir que la libertad, la dignidad y el estado de derecho bien merecen que el esfuerzo se centre en acabar con el fenómeno, en lugar de sentarse a hablar con ellos de sus pretensiones? Porque no olvidemos que el terrorismo mantiene además otra diferencia respecto a los otros casos citados: a diferencia de los asesinatos digamos pasionales, de las muertes por imprudencias al volante, o de los fallecimientos en el curso de hechos delictivos comunes, el terrorismo sí puede ser erradicado por el Estado. Luego si un determinado gobierno, que acepta como inevitable un determinado peaje en vidas humanas, sitúa la paz como valor absoluto al afrontar otro fenómeno contra el que podría luchar con posibilidades de éxito, y decide sentarse a hablar con los asesinos en lugar de acabar con ellos, parece evidente que alguna otra motivación se encierra tras la muy elogiable ansia de paz.
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