Un gobierno indecente
El gobierno socialista va lanzado a la aniquilación de los últimos vestigios de dignidad que queden en este país. El nuevo orden ideado por Rodríguez y sus socios del independentismo y la izquierda radical exige la remoción de cualquier obstáculo, por nimio que sea, que pueda demorar, ralentizar o impedir que las cosas sucedan según sus designios. Es la política de tierra quemada, la viva imagen de Atila arrasando a su paso cualquier atisbo de independencia, de discrepancia, de disidencia o de sentido común que puedan, por contraste, dejar en evidencia lo demencial de la política gubernamental. Con ello se consigue por una parte que el avance sea arrollador y constituya además un escarmiento y aviso para navegantes independientes, y por otro que la alternancia en el poder resulte casi impensable porque, aunque se llegase a producir, el páramo en que se encontraría un hipotético gobierno liberal o conservador le impediría, con toda probabilidad, ejercer el poder de modo efectivo. Es lo que en alguna ocasión se ha denominado el gobierno de lo irreversible: gobernar de modo que no quepa marcha atrás, que las reformas alteren de tal modo las condiciones sociales y legales que cualquier ejecutivo posterior se vea en la práctica atado de pies y manos y sujeto a unas reglas del juego que no son las suyas.
Eso no pasaría de ser una estrategia política más o menos legítima: cualquier gobierno puede legislar según su programa y sus convicciones, siempre y cuando su base social y electoral haya sido lo suficientemente amplia como para considerarse legitimado para emprender reformas de tanto calado. El problema, sin embargo, aparece cuando para esa estrategia se sirven no solo de una legislación que, aún dentro de una ideología muy marcada, se ajuste a las reglas del juego, es decir, a la Constitución y otras normas fundamentales. Lo grave es cuando el propio gobierno, la propia administración, incumple y vulnera radicalmente la legalidad, y arremete además contra quienes, desde los otros poderes del Estado, hacen ademán de defender el ordenamiento vigente.
Desde el primer día, el gobierno socialista ha hecho de la judicatura y la fiscalía el enemigo a batir. No en vano es ése el estamento en el que habrán de acabar todas las discrepancias que sobre su actuación formulen la oposición o los ciudadanos que, individual o colectivamente, se sientan agredidos por la política gubernamental. Jueces y fiscales siguen ahí, y se presume que mantienen su independencia, pero ésta se circunscribe ya únicamente a las paredes de su despacho, al momento glorioso en que un hombre solo puede impartir justicia, acto que para mí constituye la base misma del estado de derecho. Y sin embargo, los que se destacan en la defensa del orden establecido empiezan a caer bajo el fuego enemigo, bajo las nutridas descargas de la prensa adicta al nuevo régimen. Fascistas, franquistas, cavernícolas y reaccionarios son los epítetos con los que comienza el linchamiento. Los que están bajo la dependencia jerárquica directa del gobierno son simplemente cesados, como Fungairiño. Los que no lo pueden ser empiezan a ver su entorno minado, como Hernando.
Y cuando no cabe la eliminación del resistente, siempre queda el último recurso: no cumplir las leyes. Dos casos paradigmáticos lo explican mejor que mil disquisiciones: el del pacto antiterrorista que el gobierno no ha derogado formalmente nunca, porque ello le obligaría a dar demasiadas explicaciones, pero que se limita a no cumplir, a no activar, a soslayar día tras día. Y el de la política lingüística de la Generalitat, que ha recibido mil y un varapalos judiciales, sin que en la práctica ello le haya hecho modificar un ápice su conducta. Es más: castiga a los discrepantes en su flanco más débil. Los hijos de los denunciantes son objeto “de especial atención” por parte del profesorado, de forma evidente para sus compañeros de modo que su futura marginación está asegurada. De esta forma, el castigo al padre atrevido es refinado y especialmente cruel: probablemente se siembra en su propia familia el germen de la discordia. ¿Quién le hace entender a una criatura que por una cuestión de principios y de legalidad tiene que verse sometido al marcaje próximo de un tutor, a la presión de todo un sistema educativo y, probablemente, a la mofa de sus compañeros?
Cuando la indecencia se adueña de la clase gobernante y el país no reacciona, puede pronosticarse sin incurrir en el pesimismo que las perspectivas de esa nación son muy oscuras.
Eso no pasaría de ser una estrategia política más o menos legítima: cualquier gobierno puede legislar según su programa y sus convicciones, siempre y cuando su base social y electoral haya sido lo suficientemente amplia como para considerarse legitimado para emprender reformas de tanto calado. El problema, sin embargo, aparece cuando para esa estrategia se sirven no solo de una legislación que, aún dentro de una ideología muy marcada, se ajuste a las reglas del juego, es decir, a la Constitución y otras normas fundamentales. Lo grave es cuando el propio gobierno, la propia administración, incumple y vulnera radicalmente la legalidad, y arremete además contra quienes, desde los otros poderes del Estado, hacen ademán de defender el ordenamiento vigente.
Desde el primer día, el gobierno socialista ha hecho de la judicatura y la fiscalía el enemigo a batir. No en vano es ése el estamento en el que habrán de acabar todas las discrepancias que sobre su actuación formulen la oposición o los ciudadanos que, individual o colectivamente, se sientan agredidos por la política gubernamental. Jueces y fiscales siguen ahí, y se presume que mantienen su independencia, pero ésta se circunscribe ya únicamente a las paredes de su despacho, al momento glorioso en que un hombre solo puede impartir justicia, acto que para mí constituye la base misma del estado de derecho. Y sin embargo, los que se destacan en la defensa del orden establecido empiezan a caer bajo el fuego enemigo, bajo las nutridas descargas de la prensa adicta al nuevo régimen. Fascistas, franquistas, cavernícolas y reaccionarios son los epítetos con los que comienza el linchamiento. Los que están bajo la dependencia jerárquica directa del gobierno son simplemente cesados, como Fungairiño. Los que no lo pueden ser empiezan a ver su entorno minado, como Hernando.
Y cuando no cabe la eliminación del resistente, siempre queda el último recurso: no cumplir las leyes. Dos casos paradigmáticos lo explican mejor que mil disquisiciones: el del pacto antiterrorista que el gobierno no ha derogado formalmente nunca, porque ello le obligaría a dar demasiadas explicaciones, pero que se limita a no cumplir, a no activar, a soslayar día tras día. Y el de la política lingüística de la Generalitat, que ha recibido mil y un varapalos judiciales, sin que en la práctica ello le haya hecho modificar un ápice su conducta. Es más: castiga a los discrepantes en su flanco más débil. Los hijos de los denunciantes son objeto “de especial atención” por parte del profesorado, de forma evidente para sus compañeros de modo que su futura marginación está asegurada. De esta forma, el castigo al padre atrevido es refinado y especialmente cruel: probablemente se siembra en su propia familia el germen de la discordia. ¿Quién le hace entender a una criatura que por una cuestión de principios y de legalidad tiene que verse sometido al marcaje próximo de un tutor, a la presión de todo un sistema educativo y, probablemente, a la mofa de sus compañeros?
Cuando la indecencia se adueña de la clase gobernante y el país no reacciona, puede pronosticarse sin incurrir en el pesimismo que las perspectivas de esa nación son muy oscuras.
Germont
1 comentario:
... la discriminación ideológica en los puestos públicos y, a la larga, en los privados –el uso del catalán, el euskera, el gallego o el bable no es inocuo: el que pasa por el aro del aprendizaje obligatorio de una lengua distinta en su propio país, pasa por cualquier aro–... Horacio Vázquez Rial, en
Libertad Digital
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