Marx volverá a salvarnos
Por Luis I. Gómez
Corrían los años 1989-1990 y los marxistas de todo el mundo se hundían en su perplejidad. El socialismo real no sólo era derrotado por el odiado capitalismo, había implosionado en su propia incapacidad para generar incluso la menor de sus premisas. Eso que los marxistas llaman capitalismo no sólo era superior en todos los aspectos: no había alternativa. Sin duda no se trata de una casualidad el hecho de que, justamente en aquellos días, surgiese de pronto el concepto “globalización”, nadie se atrevía ya a hablar del capitalismo malvado.
Nadie se atrevía, pues, dondequiera que el capitalismo tendía sus redes, aumentaban el poder adquisitivo y el bienestar social de las personas, provocando la aparición de nuevos Estados de Derecho incluso allí dónde nadie osaba vaticinar, no hablo ya de promover, un movimiento de democratización (curiosamente exceptuando los países ricos en recursos naturales, en manos de las oligarquías locales). Ése y no otro es el verdadero efecto de la “globalización”. Allí donde no ha sido posible una integración en la globalización capitalista - como en África - se mantienen la injusticia, el hambre y la pobreza como dolorosos denominadores comunes.
Desde 1968 todas las generaciones hemos sufrido de forma más o menos consciente la influencia de las ideas de Karl Marx. Del socialismo se dice que es el mejor sistema, aunque no haya logrado funcionar en la vida real. Y en la misma medida que iba en aumento el bienestar social ha ido creciendo el cáncer del “Estado social”, que nos sugiere a todos la ilusión de que la socialdemocracia (la de “derechas” y la de “izquierdas”) nos libera y protege de todos los riesgos posibles en nuestras vidas. Ninguno de los teóricos y políticos del “bienestar social” ha sido capaz de despedirse de sus queridas estructuras mentales.
A la sombra de la rémora socialista, en la urgencia de encontrar nuevos campos en los que hacer efectivas las máximas marxistas de igualitarismo, control del individuo, colectivismo y justicia social, y ante la imposibilidad de volverse de nuevo contra los ricos - todos los somos - surgen nuevas formas de vasallaje no menos liberticidas.
La redistribución de riquezas no se logra hoy mediante embargos y asesinatos de estado, basta una política impositiva que permita controlar un número cada vez mayor de individuos y grupos subvencionados, atrapados en la trampa de una solidaridaz fingida en tanto que involuntaria. El beneficiado cae ingenuo en el ardid, deja de ser dueño de su destino para convertirse en marioneta de las agencias de trabajo, cifra en las estadísticas de los centros de salud, número en los ministerios de interior y hacienda. Olvida el orgullo y el amor propio para alinearse en la cola de los que esperan, derrotados, la limosna mensual del estado. Ya no son su trabajo, ni su talento, ni su mérito los que otorgan valor a su vida. El estado es quien decide quién cobra más, quién menos, quién por trabajar y quién por no hacerlo.
Hoy no son necesarios KGB’s ni “Stasis” para hacer de nosotros seres transparentes a la arbitrariedad del Estado. El miedo, bien utilizado como argumento, se ha encargado de ello. El chantaje surte su máximo efecto bajo la amenaza de violencia ante un ser desarmado. La amenaza terrorista es usada por el estado -monopolista de la violencia- para obligarnos a los ciudadanos -desarmados, maniatados por las leyes incluso en el ejercicio de la legítima defensa- a desnudarnos ante los voyeurs ministeriales: datos personales, videocámaras, control de lo publicado en internet. La divisa es sencilla: renunciemos a nuestra intimidad a cambio de la protección del estado.
Pero el buen socialista sabe que lo más importante para conseguir colectivizar al ser humano es la motivación. Es imprescindible disponer de una idea-motor, un lema, un objetivo común por el que “merezca la pena” luchar juntos. Hay cientos de ellas aplicables en lo local: nación, lengua, identidad. Pero en un mundo globalizado estos son conceptos demasiado limitados, por particulares. Por ello hemos retomado la vieja idea del hombre como ser malvado en sí mismo y necesitado de educación, de ilustración para convertirlo así en un ser social. Y el sujeto de nuestra maldad es ahora el planeta en el que vivimos, del que vivimos. La maldad del hombre contra el hombre abandona el centro de toda discusión, no sea que alguien les recuerde los millones de cadáveres que adornan las cunetas del camino socialista en el pasado siglo. Quién no ha matado una mosca en su vida? Quién no ha cortado una flor? Quién no ha olvidado una bolsa de plástico en el bosque? Quién no ha escondido las pilas entre la basura para ahorrarse el camino al recipiente adecuado para su eliminación? Se trata de una “mala conciencia” colectiva, un enemigo “real” dentro de cada uno de nosotros. El hombre que come carne, que ensucia el aire con su coche, que “impacta” el medio con sus fábricas. Presentar al hombre como la bestia del planeta, hacerle consciente de su culpa, tanto, que olvida que ha de comer para vivir, que ha de moverse para ganar dinero, que sin fábricas no hay ni coche ni comida. La solución de los problemas que genera el maluso de nuestro medio no puede ser abandonada en manos del individuo, ignorante y sedicioso. El consumismo y la contaminación son las verdaderas consecuencias de la globalización capitalista, no la riqueza y el bienestar, méritos del Estado socialdemócrata. Frente a la amenaza global de las rémoras del capitalismo es necesaria una acción así mismo global, colectiva, definitiva.
El hombre alienado, subvencionado, transparente y culpable. Bienvenidos a un mundo feliz.
Desde el exilio
Nadie se atrevía, pues, dondequiera que el capitalismo tendía sus redes, aumentaban el poder adquisitivo y el bienestar social de las personas, provocando la aparición de nuevos Estados de Derecho incluso allí dónde nadie osaba vaticinar, no hablo ya de promover, un movimiento de democratización (curiosamente exceptuando los países ricos en recursos naturales, en manos de las oligarquías locales). Ése y no otro es el verdadero efecto de la “globalización”. Allí donde no ha sido posible una integración en la globalización capitalista - como en África - se mantienen la injusticia, el hambre y la pobreza como dolorosos denominadores comunes.
Desde 1968 todas las generaciones hemos sufrido de forma más o menos consciente la influencia de las ideas de Karl Marx. Del socialismo se dice que es el mejor sistema, aunque no haya logrado funcionar en la vida real. Y en la misma medida que iba en aumento el bienestar social ha ido creciendo el cáncer del “Estado social”, que nos sugiere a todos la ilusión de que la socialdemocracia (la de “derechas” y la de “izquierdas”) nos libera y protege de todos los riesgos posibles en nuestras vidas. Ninguno de los teóricos y políticos del “bienestar social” ha sido capaz de despedirse de sus queridas estructuras mentales.
A la sombra de la rémora socialista, en la urgencia de encontrar nuevos campos en los que hacer efectivas las máximas marxistas de igualitarismo, control del individuo, colectivismo y justicia social, y ante la imposibilidad de volverse de nuevo contra los ricos - todos los somos - surgen nuevas formas de vasallaje no menos liberticidas.
La redistribución de riquezas no se logra hoy mediante embargos y asesinatos de estado, basta una política impositiva que permita controlar un número cada vez mayor de individuos y grupos subvencionados, atrapados en la trampa de una solidaridaz fingida en tanto que involuntaria. El beneficiado cae ingenuo en el ardid, deja de ser dueño de su destino para convertirse en marioneta de las agencias de trabajo, cifra en las estadísticas de los centros de salud, número en los ministerios de interior y hacienda. Olvida el orgullo y el amor propio para alinearse en la cola de los que esperan, derrotados, la limosna mensual del estado. Ya no son su trabajo, ni su talento, ni su mérito los que otorgan valor a su vida. El estado es quien decide quién cobra más, quién menos, quién por trabajar y quién por no hacerlo.
Hoy no son necesarios KGB’s ni “Stasis” para hacer de nosotros seres transparentes a la arbitrariedad del Estado. El miedo, bien utilizado como argumento, se ha encargado de ello. El chantaje surte su máximo efecto bajo la amenaza de violencia ante un ser desarmado. La amenaza terrorista es usada por el estado -monopolista de la violencia- para obligarnos a los ciudadanos -desarmados, maniatados por las leyes incluso en el ejercicio de la legítima defensa- a desnudarnos ante los voyeurs ministeriales: datos personales, videocámaras, control de lo publicado en internet. La divisa es sencilla: renunciemos a nuestra intimidad a cambio de la protección del estado.
Pero el buen socialista sabe que lo más importante para conseguir colectivizar al ser humano es la motivación. Es imprescindible disponer de una idea-motor, un lema, un objetivo común por el que “merezca la pena” luchar juntos. Hay cientos de ellas aplicables en lo local: nación, lengua, identidad. Pero en un mundo globalizado estos son conceptos demasiado limitados, por particulares. Por ello hemos retomado la vieja idea del hombre como ser malvado en sí mismo y necesitado de educación, de ilustración para convertirlo así en un ser social. Y el sujeto de nuestra maldad es ahora el planeta en el que vivimos, del que vivimos. La maldad del hombre contra el hombre abandona el centro de toda discusión, no sea que alguien les recuerde los millones de cadáveres que adornan las cunetas del camino socialista en el pasado siglo. Quién no ha matado una mosca en su vida? Quién no ha cortado una flor? Quién no ha olvidado una bolsa de plástico en el bosque? Quién no ha escondido las pilas entre la basura para ahorrarse el camino al recipiente adecuado para su eliminación? Se trata de una “mala conciencia” colectiva, un enemigo “real” dentro de cada uno de nosotros. El hombre que come carne, que ensucia el aire con su coche, que “impacta” el medio con sus fábricas. Presentar al hombre como la bestia del planeta, hacerle consciente de su culpa, tanto, que olvida que ha de comer para vivir, que ha de moverse para ganar dinero, que sin fábricas no hay ni coche ni comida. La solución de los problemas que genera el maluso de nuestro medio no puede ser abandonada en manos del individuo, ignorante y sedicioso. El consumismo y la contaminación son las verdaderas consecuencias de la globalización capitalista, no la riqueza y el bienestar, méritos del Estado socialdemócrata. Frente a la amenaza global de las rémoras del capitalismo es necesaria una acción así mismo global, colectiva, definitiva.
El hombre alienado, subvencionado, transparente y culpable. Bienvenidos a un mundo feliz.
Desde el exilio
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