Misantropía estival
Por Antonio Jaumandreu
Misántropo: persona que, por su humor tétrico, manifiesta aversión al trato humano. Tétrico: triste, demasiadamente serio, grave y melancólico.
No sé ustedes. Yo ya soy de natural misantrópico, o así lo dicen quienes me tratan y al propio tiempo conocen el significado del término, pero en período vacacional la dolencia, si así puede llamarse, alcanza su momento crítico. Cuando el imperio de la chancleta contraataca no hay donde refugiarse, salvo en uno mismo. Parece que la humanidad, usado sea el término en el peor de los sentidos, pierde con los primeros calores los últimos vestigios de dignidad y de respeto por el prójimo y por sí mismo que pudiesen quedarle, o simplemente se despoja de los ligeros velos que durante el resto del año cubren su vulgaridad, desparramando por doquier la zafiedad, el exceso y el adocenamiento. Los pies enrojecidos y descuidados aparecen por todas partes, el sonido descompasado del chancleteo te persigue a todas horas, los andares desgarbados y patosos que tal calzado impone acrecientan la imagen horrorosa de la mayoría de sus portadores. Estoy harto de cruzarme con turistas sudorosos que engullen jugosas frutas por la calle, para a continuación introducirse en el transporte público o en cualquier local y toquetear con sus manos pegajosas asientos y asideros. Detesto a los urbanitas que de pronto se sienten émulos de Lawrence de Arabia y concluyen que no podrán cruzar la ciudad sin acarrear una botella de litro y medio de agua a la que amorrarse en cada semáforo. ¿Acaso han desaparecido las fuentes o los bares, tan largas son las distancias a recorrer que no se puede sobrevivir a ellas sin el líquido elemento, tanta es la amenaza de deshidratación que nos acecha mientras recorremos el Paseo de Gracia?
Estoy aburrido de contemplar los más insólitos tatuajes en los más impensables recodos de la anatomía humana. Sí, lo sé: en invierno también están ahí, pero quedan más disimulados bajo la ropa. Odio a los viajeros que se suben al metro (sí, eso que dicen que transita bajo tierra), al autobús o incluso al taxi con el torso desnudo, obligando a que el siguiente ocupante de su asiento absorba los restos de su sudor. Aborrezco a quienes se sientan en la terraza de un bar y sienten la perentoria necesidad de liberarse por un instante de sus chancletas posando sus pies desnudos sobre la silla libre, que luego ocupará un incauto cualquiera. Condenaría al ostracismo, si supiesen lo que es, a quienes suben al autobús chupeteando un helado de cucurucho o un polo que les gotea antebrazo abajo. Acompañaría a un paseo hasta la roca Tarpeia a quienes nos obligan a contemplar ombligos imposibles, michelines insultantes, celulitis oceánicas o canillas ofensivas. Retiraría el carnet, pero el de identidad, a quienes se pasean semidesnudos en sus coches tuneados, con las ventanillas abiertas y el chumbachumba de sus radios a todo meter, como único medio de que alguien, aparte de su santa madre, se fije en ellos. Y omitiré por respeto al lector el apartado de la percepción olfativa.
Sí, lo sé: luego se cruza en nuestro camino, una sola vez en todo el verano, una diosa que exhibe un vientre plano y suavemente bronceado, que camina grácilmente y luce un cabello limpio y cuidado y parece flotar sobre unas piernas diseñadas por el mismísimo Fidias, y que calza sandalias (que no chanclas) y deja ver unos pies perfectos. Sí, es una reconciliación con el ser humano, pero fugaz, que a menudo no sirve más que para acentuar por comparación la vulgaridad que nos rodea.
P.S.: Aclararé, por si acaso, que uno no tiene un cuerpo armonioso, ni unas piernas bien torneadas, ni unos brazos musculosos, ni unos pies de concurso. Pero uno es consciente de ello y no se exhibe, coño….
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