domingo, enero 21, 2007

En la vida real

Desde que Pujol sucedió a Tarradellas, los catalanes hemos vivido en una especie de orgía de nacionalismo que, en contra de lo que parecía, no acabó con la llegada de Maragall a la presidencia de la Generalitat. Desde 1980 hasta 2005, que se dice pronto, hemos estado inmersos en un apasionante debate sobre si somos o no somos una nación, sobre si hemos de construir o no un país, sobre si aspiramos al autogobierno, a la autodeterminación o a la soberanía. Veinticinco años mirándonos el ombligo y psicoanalizándonos a nosotros mismos. Sí, podríamos recurrir a la estratagema sencilla de decir que, en realidad, ese debate sólo ocupaba a los políticos. Pero no sería justo eximir a los ciudadanos catalanes, eximirnos a nosotros mismos, de la responsabilidad de haber permitido que 25 años de nuestra existencia se desperdiciasen en tan estéril debate. Por cierto: cinco lustros de nacionalismo hasta en la sopa, para que al final sólo un treinta y tantos por ciento del electorado vote el formidable estatuto que nos reconoce como nación. Y eso que el nacionalismo respondía al clamor popular y ancestral del pueblo…

Pero a lo que íbamos. Resulta que con tanta ensoñación patriótica los catalanes habíamos descuidado gravemente la preocupación que suele ocupar a los países normales (vamos, a aquellos que no pasan el día debatiendo consigo mismos si son galgos o podencos): ¿qué tipo de sociedad queremos, qué clase de gobierno deseamos? De pronto, nos hemos encontrado con la cruda realidad: los problemas estaban ahí, ocultos bajo la alfombra tediosa del interminable debate identitario, y el despertar ha sido duro. Ya no vale el “si fuésemos”, “si nos reconociesen”, “si nos permitiesen…”. La cuestión ha dejado de ser “qué somos” para pasar a ser “qué hacemos”. Ya somos mayorcitos y tenemos un estatuto que otorga a la Generalitat facultades amplísimas y a menudo exclusivas en casi todo. Por lo tanto, y con independencia de que el estatuto en cuestión se halle recurrido ante el Tribunal Constitucional, ha llegado la hora de que los catalanes nos comportemos de una condenada vez como adultos y nos planteemos las cosas que se plantean las sociedades normales, y hagamos que la lucha política se desarrolle, como en todas partes, en los cauces del debate izquierda / derecha.

Ensimismados con las palabras mágicas del nacionalismo, la próspera Cataluña, la emprendedora Cataluña, la industriosa y comerciante Cataluña se encuentra como quien no quiere la cosa gobernada por una coalición de socialistas, comunistas e independentistas de izquierda. Buena combinación para una región que se pretende entre las más potentes de Europa. Pero, ¿realmente se han sentado a pensarlo los electores catalanes? Ahora el dilema es claro: ¿queremos que la seguridad pública esté en manos de un comunista (no creo que pueda ofenderle el término) cuya pareja, concejal del Ayuntamiento de Barcelona por más señas, aboga por que se dé carta de naturaleza a la ocupación de viviendas ajenas? ¿Desean los ciudadanos catalanes, sus comerciantes, que Barcelona sea la meca de los desarraigados europeos, paraíso de vándalos de todo tipo? ¿Nos entusiasma que la capital catalana figure entre los destinos principales de las abortistas europeas? ¿Nos agrada que la administración interfiera en nuestras libertades individuales hasta el punto de decirnos en qué idioma hemos de rotular nuestros establecimientos o escribir nuestras cartas comerciales? ¿Compartimos la idea de que un organismo de la Generalitat decida qué es verdad y qué no lo es, y en base a esa decisión política pueda sancionar y hasta clausurar medios de comunicación? ¿Nos seduce la idea de ser la comunidad autónoma con impuestos más elevados? ¿Nos preocupa que tanto progresismo pueda ser causa de la huida de determinadas industrias? ¿Estamos dispuestos a vivir en un estado de inseguridad ciudadana consolados tan sólo por la afirmación constante del consejero de Interior de que todo es, como dice el mago, producto de nuestra imaginación?

En suma, ¿queremos realmente los catalanes un gobierno netamente de izquierdas, ahora que ya estamos sentimentalmente realizados como nación? Ha hecho bien Piqué en intentar conducir el debate a este terreno, porque sitúa las cosas en su justo término, y de paso coloca en un brete a CiU, que siempre ha huido como de la peste de cualquier tipo de definición ideológica, intentando abarcar desde la beatería más cursi e impostada de un Durán hasta la socialdemocracia interesada de un Mas. Es hora de gestionar, y ahí no hay nacionalismo que valga: derecha o izquierda, liberalismo o intervencionismo. ¿Estaremos preparados los catalanes para habitar en la vida real?


Germont

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