martes, junio 20, 2006

Sin perdón


Por IGNACIO CAMACHO
RECUERDA las horas amargas de aquella vigilia de cirios rojos crepitando en la noche. Recuerda los cientos de miles de jóvenes palmas pintadas de blanco alzadas al cielo. Recuerda la gente parada en las calles, el compás de la angustia cortando el tórrido silencio de la tarde. Recuerda las cadenas humanas de las playas, los bañistas cogidos de las manos sobre la arena, las tumbonas vacías junto a la espuma de las olas. Recuerda dónde estabas y qué hiciste en aquella maldita cuenta atrás, cuando aún querías creer en algo parecido a la piedad, incluso a la clemencia.
Recuerda cómo llegamos a implorar todos juntos. Fíjate bien: no exigíamos teniendo derecho a exigir, no conminábamos teniendo derecho a conminar; era una súplica, un ruego, casi una plegaria. Un país entero arrodillado ante unos criminales anónimos para impetrarles una pizca de humanidad, una migaja de lástima, un ápice de compasión. Recuérdalo; tú estuviste allí, tu encendiste velas, tú rezaste en la larga madrugada de la esperanza y del temblor. Tú quisiste creer, tú resististe en vano el pesimismo, el desaliento, la congoja.
Recuerda también el rostro impávido de aquellos tipos torvos que desviaban al suelo su mirada de piedra y escondían en eufemismos evasivos la implacable complicidad de sus almas de granito. Rodeados de un mar de desesperación y de aflicciones, fueron incapaces de componer siquiera un gesto de comprensión, de esbozar un rictus de humanidad, de dibujar algo parecido a una leve mueca de misericordia. Son los mismos a los que ves estos días hablar de paz, de soluciones, de futuro. Los mismos que ahora sonríen mientras a ti se te atraganta la memoria de toda aquella infamia.
Recuérdalo, no te ahorres detalles. Los necesitarás para fortalecerte cuando leas en los periódicos el informe forense que habla de dos disparos en la nuca sobre un muchacho con las manos atadas por un alambre, y de cómo la pólvora del revólver quemó los cabellos de la víctima inerme. Fue a las cuatro de una tarde de julio, mientras mirábamos correr los relojes con el espanto pintado en los semblantes, mientras los coches se paraban con la radio encendida en los semáforos, mientras un vago hilo de fe se negaba a escapar de la sombría certeza del desenlace y la tragedia.
Fue hace nueve años. Y nadie ha pedido perdón. Nadie ha admitido la estéril inconsecuencia de aquel horror, nadie ha insinuado la débil coartada de un arrepentimiento, nadie ha sugerido ni una retórica autocrítica, nadie ha asumido siquiera el frío reconocimiento de un error. Sólo la gélida, coriácea, impenetrable arrogancia de un desafío envuelto en carcajadas obscenas que reviven el dolor de una sociedad condenada al recuerdo. Recuerda, pues; desempolva tu rabia contenida de aquellos días aciagos, evoca el hondo escalofrío del desconsuelo, escarba en la memoria de tus esperanzas traicionadas y pregúntate si puedes perdonar o si hay perdón en la Tierra para todo eso.





Fantástico artículo, me ha traslado de forma muy vívida a aquellos días, y a los inmediatamente posteriores en que tuvimos a ETA contra las cuerdas, en que la gente iba "a por ellos", hasta que los nacionalistas "moderados" les echaron, como siempre, un capote. Qué ocasión perdida... Las apelaciones al fantasma del enfrentamiento civil hicieron perder una ocasión de oro. No hubiese habido tal enfrentamiento: hubieran huido como ratas, corridos a pedradas por aquellas multitudes que aquella vez, solo aquella vez y nunca más, perdieron el miedo.

Creo que ahí empezó todo: vieron claro que ya todo era posible, que aunque el pueblo llano quisiese alzarse contra su opresión los políticos timoratos nunca lo permitirían, porque ello significaba suplantar su poder, saltárselos a la torera para arreglar a tortas lo que ellos no habían sabido arreglar de otro modo. Perdimos la ocasión, y si de aquella inmensa y santa rabia colectiva no surgió la rebelión definitiva, es que ya no surgirá nunca. Ellos lo entendieron entonces. Nosotros lo estamos comprendiendo ahora.
Germont

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