Si el problema fuese únicamente Rodriguez...
Si el problema fuese únicamente un líder visionario, sectario, tal vez perturbado o quizás maquiavélicamente inteligente, mentiroso hasta la desesperación,... si ése fuese el problema no deberíamos preocuparnos demasiado: no hay mal que cien años dure. Hay elecciones, hay mociones de censura, hay campañas mediáticas. La ventaja de la democracia: que al dictador de turno se le puede echar cada cuatro años.
Lamentablemente no es así. El problema no es Rodríguez, el felón de La Moncloa. El problema es la izquierda en su conjunto. Ni siquiera la española, aunque ésta esté infectada en mayor medida de todos los rasgos que caracterizan a sus congéneres de otros pagos. Esta pasada semana lo hemos podido leer en numerosos editoriales y comentarios de la prensa conservadora: la izquierda está viendo la oportunidad de liquidar de una vez por todas a la derecha, y ha hallado para ello un aliado formidable, el nacionalismo en sus más variadas especies. Y la izquierda sí que es un mal que ya lleva cien años durando, que se adapta a veces al terreno como un camaleón, pero que vuelve a asomar los colmillos en cuanto tiene ocasión, sin haber cambiado en el fondo ni uno solo de sus principios fundacionales, pese a la evidencia de que donde han sido puestos en práctica tan solo han acabado reinando la miseria, la corrupción y la tiranía.
Quizá sea el rencor lo que mejor y con mayor universalidad pueda definir a la izquierda. Un rencor infinito, que se puede transmitir por generaciones y que puede permanecer latente durante treinta años para despertar a la llamada de un sortilegio que cualquier aprendiz de brujo sepa formular. Como respondiendo a una invocación, todos los viejos fantasmas reaparecen: odio a la iglesia, desprecio a los ejércitos, condena del beneficio empresarial, república frente a monarquía,... Como el primer día: radicales, intolerantes, intransigentes, violentos sí es preciso, y tolerantes y comprensivos siempre con quienes para lograr esos mismos fines utilizan la violencia.
Esa reaparición periódica se debe probablemente a que “la izquierda” como bloque ideológico nunca ha sido combatida con la misma saña con que ella combate a “la derecha”. Nunca ha sido desarmada ideológicamente ni, paradojas de la historia o de la propaganda, ha tenido que rendir cuentas ante la humanidad como lo hicieron el nacionalsocialismo o el fascismo. Quizá por haber coadyuvado de forma decisiva a su derrota, quizá por haber copado sabiamente el mundo de la cultura, del periodismo, de la comunicación,... Sea cual sea la causa, el socialismo y el comunismo, la izquierda en suma, aún no han pagado su deuda a la sociedad en forma de arrepentimiento, de vergüenza, de desprecio y de marginación. Hoy un comunista puede presidir un parlamento de una democracia europea sin que nadie se rasgue las vestiduras como lo haría si el presidente se proclamase fascista. Hoy se cierran librerías especializadas y se encarcela a libreros por vender bazofia pronazi, pero las librerías generalistas están pobladas de títulos que ensalzan a repugnantes dictadores de izquierda. Hoy se cuestiona el derecho a proyectar una película como El Hundimiento, en la que Hitler aparece, además de cómo un monstruo sanguinario, como un anciano enfermo, y todo porque esa visión puede “humanizar” al asesino de masas por excelencia. Pero la crema de Hollywood puede dedicar un panfleto a Fidel Castro o cantar las excelencias del Che Guevara o del Chile de Allende.
El problema no es Rodríguez Zapatero. El problema es la izquierda, que en cuanto es despertada por un cabecilla recupera todos sus viejos lemas, desempolva esas banderas que nunca ha abandonado y se lanza por enésima vez en pos de la revolución pendiente, que ya no pasa necesariamente por cortar cabezas ni fusilar disidentes, sino por excluir de la alternancia real en el poder a “la derecha”, y cambiar de una vez por todas la sociedad, siendo para ello imprescindible asegurarse un apoyo parlamentario lo suficientemente prolongado en el tiempo como para que las reformas puedan asentarse, y lo bastante carente de escrúpulos como para no cuestionarse la legitimidad de ese proceder. Es entonces cuando se requiere el concurso de los nacionalistas, personajes sin más ideología conocida que su afán por crearse un ámbito de poder a la medida de su mediocridad, y que en ese camino no vacilarán en dar su apoyo al mismísimo Satanás, si se lo pidiese. De hecho, lo han dado históricamente a fascistas, a comunistas, a nazis, a socialistas, a liberales y a socialdemócratas, si lo han necesitado y les han ofrecido algo a cambio.
Ahora toca descuartizar a la derecha española, y a ello se aplican con denuedo los socialistas, intuyendo en esta acción su perpetuación en el poder; los comunistas a sabiendas de que los vendavales del cambio tienden al exceso imprudente y es probable que la misma ráfaga que se lleve por delante la unidad nacional arrastre también a su símbolo, ya inútil, que es la Corona; los nacionalistas porque, en la medida que una derecha de carácter nacional pudiese oponerse a sus designios secesionistas, su efectiva eliminación allana el camino hacia la soberanía.
Cuando el toque de rebato de la izquierda suena, los principios se guardan en los cajones y se desentierran los viejos afectos que se habían disimulado en espera de tiempos mejores: los terroristas se convierten en luchadores contra "la derecha" a los que hay que encontrar una salida digna. Cualquier aliado es bueno si se tiene claro quién es el enemigo. Cualquier instrumento, cualquier mentira, son legítimos si sirven para que la izquierda cumpla sus objetivos. Y al decir izquierda, y esto es lo más grave, no me refiero solo a los partidos, sino a la parte de la sociedad que profesa esa especie de religión laica. Solo en la izquierda es visible ese militante odio hacia el discrepante.
Entre tanto, la derecha sigue viviendo convencida de que está participando en un juego sin cartas marcadas, en que los partidos compiten legítimamente por alternarse en la administración de los asuntos y los recursos del Estado, sin aspirar a aniquilar al adversario ni a cambiar radicalmente la sociedad para adaptarla a sus proyectos mesiánicos. ¿Se puede ganar esta batalla ante tan manifiesta desigualdad? Si no se empieza por combatir a la izquierda en el terreno de las ideas (y nos llevan setenta años de ventaja), no. Así que cuanto antes empecemos, mejor.
Germont
Lamentablemente no es así. El problema no es Rodríguez, el felón de La Moncloa. El problema es la izquierda en su conjunto. Ni siquiera la española, aunque ésta esté infectada en mayor medida de todos los rasgos que caracterizan a sus congéneres de otros pagos. Esta pasada semana lo hemos podido leer en numerosos editoriales y comentarios de la prensa conservadora: la izquierda está viendo la oportunidad de liquidar de una vez por todas a la derecha, y ha hallado para ello un aliado formidable, el nacionalismo en sus más variadas especies. Y la izquierda sí que es un mal que ya lleva cien años durando, que se adapta a veces al terreno como un camaleón, pero que vuelve a asomar los colmillos en cuanto tiene ocasión, sin haber cambiado en el fondo ni uno solo de sus principios fundacionales, pese a la evidencia de que donde han sido puestos en práctica tan solo han acabado reinando la miseria, la corrupción y la tiranía.
Quizá sea el rencor lo que mejor y con mayor universalidad pueda definir a la izquierda. Un rencor infinito, que se puede transmitir por generaciones y que puede permanecer latente durante treinta años para despertar a la llamada de un sortilegio que cualquier aprendiz de brujo sepa formular. Como respondiendo a una invocación, todos los viejos fantasmas reaparecen: odio a la iglesia, desprecio a los ejércitos, condena del beneficio empresarial, república frente a monarquía,... Como el primer día: radicales, intolerantes, intransigentes, violentos sí es preciso, y tolerantes y comprensivos siempre con quienes para lograr esos mismos fines utilizan la violencia.
Esa reaparición periódica se debe probablemente a que “la izquierda” como bloque ideológico nunca ha sido combatida con la misma saña con que ella combate a “la derecha”. Nunca ha sido desarmada ideológicamente ni, paradojas de la historia o de la propaganda, ha tenido que rendir cuentas ante la humanidad como lo hicieron el nacionalsocialismo o el fascismo. Quizá por haber coadyuvado de forma decisiva a su derrota, quizá por haber copado sabiamente el mundo de la cultura, del periodismo, de la comunicación,... Sea cual sea la causa, el socialismo y el comunismo, la izquierda en suma, aún no han pagado su deuda a la sociedad en forma de arrepentimiento, de vergüenza, de desprecio y de marginación. Hoy un comunista puede presidir un parlamento de una democracia europea sin que nadie se rasgue las vestiduras como lo haría si el presidente se proclamase fascista. Hoy se cierran librerías especializadas y se encarcela a libreros por vender bazofia pronazi, pero las librerías generalistas están pobladas de títulos que ensalzan a repugnantes dictadores de izquierda. Hoy se cuestiona el derecho a proyectar una película como El Hundimiento, en la que Hitler aparece, además de cómo un monstruo sanguinario, como un anciano enfermo, y todo porque esa visión puede “humanizar” al asesino de masas por excelencia. Pero la crema de Hollywood puede dedicar un panfleto a Fidel Castro o cantar las excelencias del Che Guevara o del Chile de Allende.
El problema no es Rodríguez Zapatero. El problema es la izquierda, que en cuanto es despertada por un cabecilla recupera todos sus viejos lemas, desempolva esas banderas que nunca ha abandonado y se lanza por enésima vez en pos de la revolución pendiente, que ya no pasa necesariamente por cortar cabezas ni fusilar disidentes, sino por excluir de la alternancia real en el poder a “la derecha”, y cambiar de una vez por todas la sociedad, siendo para ello imprescindible asegurarse un apoyo parlamentario lo suficientemente prolongado en el tiempo como para que las reformas puedan asentarse, y lo bastante carente de escrúpulos como para no cuestionarse la legitimidad de ese proceder. Es entonces cuando se requiere el concurso de los nacionalistas, personajes sin más ideología conocida que su afán por crearse un ámbito de poder a la medida de su mediocridad, y que en ese camino no vacilarán en dar su apoyo al mismísimo Satanás, si se lo pidiese. De hecho, lo han dado históricamente a fascistas, a comunistas, a nazis, a socialistas, a liberales y a socialdemócratas, si lo han necesitado y les han ofrecido algo a cambio.
Ahora toca descuartizar a la derecha española, y a ello se aplican con denuedo los socialistas, intuyendo en esta acción su perpetuación en el poder; los comunistas a sabiendas de que los vendavales del cambio tienden al exceso imprudente y es probable que la misma ráfaga que se lleve por delante la unidad nacional arrastre también a su símbolo, ya inútil, que es la Corona; los nacionalistas porque, en la medida que una derecha de carácter nacional pudiese oponerse a sus designios secesionistas, su efectiva eliminación allana el camino hacia la soberanía.
Cuando el toque de rebato de la izquierda suena, los principios se guardan en los cajones y se desentierran los viejos afectos que se habían disimulado en espera de tiempos mejores: los terroristas se convierten en luchadores contra "la derecha" a los que hay que encontrar una salida digna. Cualquier aliado es bueno si se tiene claro quién es el enemigo. Cualquier instrumento, cualquier mentira, son legítimos si sirven para que la izquierda cumpla sus objetivos. Y al decir izquierda, y esto es lo más grave, no me refiero solo a los partidos, sino a la parte de la sociedad que profesa esa especie de religión laica. Solo en la izquierda es visible ese militante odio hacia el discrepante.
Entre tanto, la derecha sigue viviendo convencida de que está participando en un juego sin cartas marcadas, en que los partidos compiten legítimamente por alternarse en la administración de los asuntos y los recursos del Estado, sin aspirar a aniquilar al adversario ni a cambiar radicalmente la sociedad para adaptarla a sus proyectos mesiánicos. ¿Se puede ganar esta batalla ante tan manifiesta desigualdad? Si no se empieza por combatir a la izquierda en el terreno de las ideas (y nos llevan setenta años de ventaja), no. Así que cuanto antes empecemos, mejor.
Germont
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