Los muertos que vos traicionásteis gozan de buena salud
Los muertos que vos traicionasteis gozan de buena salud. Algo así, semejante a esa frase que suele citarse como perteneciente al Don Juan Tenorio de Zorrilla, pero que resulta imposible encontrar en sus versos, podría gritársele al presidente del gobierno, a la vista de la magna concentración de ayer en Madrid. Con pasmosa exactitud de cálculo, cuya metodología espero impacientemente me desvelen, la delegación del gobierno ha cifrado los asistentes en 242.923, ni uno más ni uno menos. Cuesta resultar más ridículo. No porque 240.000 personas fuesen pocas, que no lo son, sino por la patética pretensión de haberlos contado uno por uno. Un millón dice, por el contrario, la organización.
Es lo de menos: los muertos traicionados son lo único importante, y estos le trasladaron ayer un mensaje nítido al gobierno de Zapatero: no en nuestro nombre, no a la rendición del Estado frente al terrorismo.
Porque, no nos engañemos, eso es precisamente lo que está sucediendo. Quizá conviene limpiar unas cuantas capas de confusión para darse cuenta de lo elemental y sencillo que es todo: ETA nunca ha considerado la posibilidad, al menos en democracia, de conseguir sus objetivos mediante una sublevación popular, ni evidentemente la de derrotar militarmente al Estado. Su único objetivo ha sido forzar a cualquiera de los sucesivos gobiernos a una negociación de tú a tú, en la que forzosamente sale victoriosa la banda, salvo que se limitase a rendirse y entregarse con armas y bagajes. No es el caso.
ETA llevaba ya un año sin matar bajo el gobierno del PP. ¿Era un mensaje de concordia? No, evidentemente: era pura y simple incapacidad debido al acoso policial, judicial, diplomático y político a que se hallaba sometida. La foto de las Azores tuvo su premio en forma de intensa colaboración de inteligencia, y la ilegalización de Batasuna, aquella decisión que se suponía iba a hacer arder todo el País Vasco, tuvo el doble efecto de privar a la banda de buena parte de sus tribunas públicas, y de estrangularla económicamente al cerrar sus negocios y acabar con sus prebendas presupuestarias. El Estado, por tanto, prácticamente había vencido a la banda. Ello no significa que se hubiese resuelto “el problema vasco”, pero sí que su síntoma más lacerante había pasado a un segundo plano.
La izquierda heredó por lo tanto un partido casi ganado. Y sin embargo, se ha empeñado en ofrecer tablas a un rival agotado. ¿Por qué? Por más vueltas que le doy, no veo más que tres hipótesis: la primera indigna a la izquierda y aterra a los ciudadanos de bien por el abismo en que nos sumiría. Es la que se resume en la terrible pregunta, que me limitaré a enunciar, de “qué sabe ETA de los socialistas para que se afanen en pactar con ellos”. La segunda se basa en la imborrable solidaridad entre las izquierdas, que subyace al paso de los tiempos y que acaba perdonando los pecados violentos a los radicales, tratándolos como hijos descarriados que, pese a sus errores, siempre podrán volver a la casa común de la izquierda. Fenómeno similar, por cierto, al que se produce con el nacionalismo: siempre late en él un hálito de comprensión para el “gudari” que lucha por la causa nacional, que sacude el árbol en busca de nueces para todos, aunque lo haga de forma un tanto tosca. La tercera hipótesis, que enlaza con la anterior, es la simple constatación pragmática por parte de la izquierda de que ofreciendo una salida “honorable” a los asesinos se asegura el apoyo eterno de los nacionalismos, y con ello la perpetuación en el poder.
El problema para Zapatero, que se ha revelado como muy capaz de convencer a la opinión mayoritaria de lo que sea, es que el concepto de eternidad los nacionalistas lo tienen reservado en exclusiva para sus respectivas naciones. Le apoyarán (como lo harían con cualquier otro que les diese la oportunidad de lograr sus objetivos) el tiempo necesario para consumar el desmantelamiento del Estado. Luego... bueno, luego está muy lejos en la mente de un hombre como Zapatero, capaz de firmar una cosa con la mano derecha y la contraria con la izquierda.
Germont
Es lo de menos: los muertos traicionados son lo único importante, y estos le trasladaron ayer un mensaje nítido al gobierno de Zapatero: no en nuestro nombre, no a la rendición del Estado frente al terrorismo.
Porque, no nos engañemos, eso es precisamente lo que está sucediendo. Quizá conviene limpiar unas cuantas capas de confusión para darse cuenta de lo elemental y sencillo que es todo: ETA nunca ha considerado la posibilidad, al menos en democracia, de conseguir sus objetivos mediante una sublevación popular, ni evidentemente la de derrotar militarmente al Estado. Su único objetivo ha sido forzar a cualquiera de los sucesivos gobiernos a una negociación de tú a tú, en la que forzosamente sale victoriosa la banda, salvo que se limitase a rendirse y entregarse con armas y bagajes. No es el caso.
ETA llevaba ya un año sin matar bajo el gobierno del PP. ¿Era un mensaje de concordia? No, evidentemente: era pura y simple incapacidad debido al acoso policial, judicial, diplomático y político a que se hallaba sometida. La foto de las Azores tuvo su premio en forma de intensa colaboración de inteligencia, y la ilegalización de Batasuna, aquella decisión que se suponía iba a hacer arder todo el País Vasco, tuvo el doble efecto de privar a la banda de buena parte de sus tribunas públicas, y de estrangularla económicamente al cerrar sus negocios y acabar con sus prebendas presupuestarias. El Estado, por tanto, prácticamente había vencido a la banda. Ello no significa que se hubiese resuelto “el problema vasco”, pero sí que su síntoma más lacerante había pasado a un segundo plano.
La izquierda heredó por lo tanto un partido casi ganado. Y sin embargo, se ha empeñado en ofrecer tablas a un rival agotado. ¿Por qué? Por más vueltas que le doy, no veo más que tres hipótesis: la primera indigna a la izquierda y aterra a los ciudadanos de bien por el abismo en que nos sumiría. Es la que se resume en la terrible pregunta, que me limitaré a enunciar, de “qué sabe ETA de los socialistas para que se afanen en pactar con ellos”. La segunda se basa en la imborrable solidaridad entre las izquierdas, que subyace al paso de los tiempos y que acaba perdonando los pecados violentos a los radicales, tratándolos como hijos descarriados que, pese a sus errores, siempre podrán volver a la casa común de la izquierda. Fenómeno similar, por cierto, al que se produce con el nacionalismo: siempre late en él un hálito de comprensión para el “gudari” que lucha por la causa nacional, que sacude el árbol en busca de nueces para todos, aunque lo haga de forma un tanto tosca. La tercera hipótesis, que enlaza con la anterior, es la simple constatación pragmática por parte de la izquierda de que ofreciendo una salida “honorable” a los asesinos se asegura el apoyo eterno de los nacionalismos, y con ello la perpetuación en el poder.
El problema para Zapatero, que se ha revelado como muy capaz de convencer a la opinión mayoritaria de lo que sea, es que el concepto de eternidad los nacionalistas lo tienen reservado en exclusiva para sus respectivas naciones. Le apoyarán (como lo harían con cualquier otro que les diese la oportunidad de lograr sus objetivos) el tiempo necesario para consumar el desmantelamiento del Estado. Luego... bueno, luego está muy lejos en la mente de un hombre como Zapatero, capaz de firmar una cosa con la mano derecha y la contraria con la izquierda.
Germont
2 comentarios:
Felicidades por tu artículo. Tenemos que seguir luchando para que ZP nos oiga. No lo hará porque es sordo, pero tenemos que seguir.
Un saludo.
Mi pregunta ¿donde están las armas de los que mataron? porque si no las dejan ¿qué paz nos dejan? O es que han pactado como Carod, que, cuando vuelvan, distingan el objetivo.
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